Homilía en el funeral de Darío Toribio Sastre
(Parroquia el Sagrario, 22-4-2013)
Muy querido Sr. Párroco del Sagrario, D. Ángel queridos D. Fernando y D. José María, párrocos de El Salvador; queridos hermanos sacerdotes; queridos Manuel y Lary, padres de Darío; querida Noelia, hermana; querida María, su novia; queridos abuelos, tíos, primos y familia; queridas autoridades locales y provinciales; queridos amigos y gentes cercanas al difunto; queridos todos.
Pocas veces, en Ciudad Rodrigo, hemos visto una asistencia tan masiva a un funeral. Es una muestra patente del cariño y reconocimiento sincero hacia el difunto. En este caso, a nuestro querido Darío. Aunque no es determinante ya, las docenas de ramos de flores dedicados que acompañaban sus restos en el tanatorio, hablaban con la misma elocuencia y afecto que nuestra presencia, hoy y aquí, en este hermoso templo.
Desde hacía 17 días, esperábamos la triste noticia. Hoy, como han expresado algunos de sus familiares más cercanos, “podemos descansar todos, porque él ya ha encontrado también el descanso eterno”.
Es muy natural que, en este día y en estos momentos, como en tantos días y momentos anteriores, afloren las lágrimas en nuestros ojos, reflejo de lo que el corazón siente de verdad. Pero os pido, por favor, que no lloremos como hombres y mujeres sin fe ni esperanza. No estamos celebrando el final de alguien, sino el adiós de un ser tan amado que hasta en nuestro interior algo muy profundo se revela y nos da la certeza de que precisamente ese amor es más fuerte que la misma muerte.
A pesar de ello, nos invade y compartimos el dolor; porque si la muerte, humanamente, siempre es una experiencia dura y dolorosa, lo es mucho más cuando siega una vida en plena juventud. En este caso, con tan solo 24 años, y cuando nadie lo esperaba; en circunstancias tan dramáticas como, en cierta manera, absurdas.
En algunos, sobre todo en sus amigos más jóvenes, tal vez la reacción más espontánea haya sido la de la protesta. En el fallecimiento de un brillante abogado, de 29 años, alguien dejó escrito: «La muerte se nos ha llevado un compañero y un amigo entrañable. Sólo nos queda el dolor inmenso y la rabia impotente ante una terrible injusticia sin culpable”. Estas palabras expresan certeramente el sentimiento de impotencia del hombre ante la muerte. Pero los cristianos, los que tenemos fe en Jesucristo resucitado, y sin que suene a ventaja o a falsa utopía, podemos ir más allá. Nuestra fe nos dice que hay algo más.
A nosotros no nos puede invadir la rabia o la impotencia; a nosotros siempre nos acompaña la esperanza; esperanza que no es ilusión; esperanza que los creyentes fundamentamos en la certeza de una vida que no tendrá fin: la vida eterna. Y, entonces, la pregunta nace con toda su crudeza y con toda su fuerza: Darío, ¿ha tenido peor suerte que nosotros?… La respuesta realista no puede ser más que ésta: – ¿Qué sabemos lo que nos espera a cada uno de los presentes?… La edad biológica no es determinante ni garantía de felicidad y plenitud… Si vivimos como peregrinos, con la maleta siempre hecha, sin aferrarnos a seguridades materiales y humanas que no lo son tanto, nuestra mirada es otra; entonces, tal vez sea verdad que “hasta de los males” se sacan otros bienes que no veíamos. Esto lo hemos experimentado también en nuestras vidas y en nuestras familias con la muerte de seres muy cercanos y muy queridos. Si bien lo de hoy, sea mucho más duro: es perder para unos padres a su hijo. Siempre se desea más lo contrario, por ley de vida.
Queridos padres, hermana, novia, y familiares de sangre de nuestro querido Darío: es verdad que un hombre y una mujer ya no son los mismos cuando regresan de una experiencia fuerte de amor o de dolor. Pero quisiera dejaros dos certezas, con humildad y atrevimiento: por un lado, a Darío le seguiréis sintiendo muy cercano porque está vivo en el Dios de la vida. Él es ya un intercesor, un abogado, un puente entre los que peregrinamos en este primer mundo y los que, como él, ya han llegado a la meta. Por otro lado, orad por él, sí, porque necesitará de vuestra oración. Pero, al mismo tiempo, encomendaros a él.
Queridos todos, vecinos de Ciudad Rodrigo, sé que apreciábais a Darío y valorábais de él muchas cualidades: era, entre otras cosas, alegre, abierto, cariñoso, vitalista, y muy sociable. Seguid conservando esos recuerdos tan positivos. Y, una petición: que no se pierda la misma cercanía, solidaridad y afecto que habéis mostrado a su familia, día tras día, en esta interminable espera hasta encontrar el cuerpo sin vida de Darío. Sé que no es necesario insistir en ello. Me consta, porque así lo he comprobado, la hermandad de la que hacéis gala los mirobrigenses, los farinatos, en situaciones difíciles. Gracias sinceras.
Concluyo: hoy, como en días pasados, nos hemos preguntado muchas cosas; muchas realidades que afectan a nuestra existencia. Como Darío, estoy seguro de ello, se preguntaba el por qué de muchas cosas.
Seguro que ya habrá encontrado en Dios la luz verdadera, el por qué a tantos misterios. Nosotros, tal vez, sigamos sin entender, a pesar de lo expresado anteriormente, el por qué de su muerte en la flor de la juventud.
Los discípulos de Jesús tampoco podían entender cómo Jesús, que pasó haciendo el bien, que era un hombre bueno, que predicaba el amor y la justicia, que hablaba de un mundo nuevo y que no tiene fin, tuviese que morir tan joven y en una cruz. Por eso, Jesús se hizo el encontradizo con los discípulos de Emaús, que caminaban cansados y tristes, y les dio a entender el sentido de su muerte; una muerte que debería dar frutos para todos y para siempre.
También hoy, Jesús nos puede ayudar a entender. En la Biblia, Dios nos promete un mundo nuevo, en el que El vivirá con nosotros y secará todas las lágrimas y no existirá ya ni el dolor ni la muerte. Dios nos ofrece lo que en el fondo todos anhelamos y deseamos. A nosotros, que tenemos sed de vida, Dios nos promete: «Los sedientos beberán de la fuente de agua viva». Comenzamos a beber dicho agua en el Bautismo. Darío, como cada uno de nosotros, tenía sed de vivir, de felicidad. Creemos que Dios le habrá dado el agua de la vida, una vida que nada ni nadie le podrán ya arrebatar. Pidamos a Jesús que, como a los discípulos de Emaús, nos enseñe que Dios es Dios de vivos y no de muertos, que en la vida y en la muerte somos de Él.
Por eso, que nuestra oración hoy sea ésta: “Señor, quédate con nosotros, porque todo nos parece oscuridad y noche. Acompáñanos en el camino de la vida, sobre todo cuando todo parece que ha terminado; danos tu vida y tu luz. Dale tu vida y tu luz a Darío. Que, en tu Reino, su vida joven sea una eterna primavera. Y a quienes quedamos peregrinando auméntanos la fe en la resurrección y ayúdanos a saber ser fuertes en la esperanza y en el amor”.
Muchas gracias a la Guardia Civil, a los especialistas del Ejército, a los bomberos, a todos los profesionales sanitarios y a las autoridades implicadas, en nombre de la familia y en el mío propio, y, por qué no, en nombre de todos los mirobrigenses. Nos habéis mostrado, una vez más, vuestra generosidad sin límites. Habéis sido un sano orgullo para todos nosotros. Que Dios os pague con creces lo que humanamente ni podremos ni sabremos hacer nunca.
Pedimos a Santa María de la Peña, como ya hacíamos ayer en el Tanatorio, que vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos en este valle de lágrimas y que en el cielo un día nos veamos todos. Que así sea. Amén
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo