Raúl Berzosa: «Cuando yo voy a confesarme, es para sanarme el alma y el corazón por algo que no hice bien»
Queridos hermanos sacerdotes, queridas religiosas, queridos todos:
Una Cuaresma más, el Señor nos ha concedido la gracia de poder acercarnos al Sacramento de la Reconciliación y de la Penitencia. Para prepararnos, comunitariamente, hemos escuchado dos lecturas y un salmo. En la primera lectura, de la Carta a los Efesios, se nos invitaba a renovar nuestra mentalidad y nuestra forma de vivir para con Dios y los demás. Con el Salmo 50 hemos repetido: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”. En el Evangelio, en este año franciscano, hemos vuelto a leer las Bienaventuranzas. Después de nuestro Señor Jesucristo, nadie como San Francisco de Asís las encarnó y vivió. Nos servirán hoy para hacer un examen de conciencia.
Me detengo en el sentido del Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. No hace mucho, el Papa Francisco habló sobre este sacramento en su audiencia de los miércoles. Nos recordó que este sacramento de la reconciliación es un sacramento de sanación, para recobrar la salud. Cuando yo voy a confesarme, es para sanarme el alma y el corazón por algo que no hice bien. El origen del Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación se manifiesta en la misma tarde de Pascua el Señor, cuando se apareció a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y tras haberles dirigido el saludo “¡Paz con vosotros!”, sopló su espíritu sobre ellos y les dijo: “A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados” (Jn. 20,21-23). Este pasaje, subraya el Papa, nos avisa de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos nosotros mismos: yo no puedo decir: “Yo me perdono los pecados”…Ni “yo me confieso directamente con Dios”; el perdón se pide en la Confesión y se recibe a través del Sacramento que el Señor quiso.
Por eso, el perdón de nuestros pecados no es fruto de nuestros esfuerzos, ni algo meramente individualista: es un regalo, es un don del Espíritu Santo. Y, además, tiene una dimensión comunitaria: lo pido en comunidad, en la Iglesia, y a quien representa la comunidad: el sacerdote. Cuando decimos a Dios “Perdóname”, nuestros pecados son también contra nuestros hermanos, contra la Iglesia y por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia y a los hermanos, delante de la persona del sacerdote.
En segundo lugar, este sacramento nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar, en el Señor Jesús, con el Padre y con los hermanos, podemos estar verdaderamente en paz. Y ésto lo hemos sentido todos, en el corazón, cuando hacemos una verdadera confesión. ¡Qué importante es hacer una buena confesión! ¡Nada te deja tan en paz y te concede tanta alegría!…
En tercer lugar, el Papa, que es tan humano, se hace eco de quienes se acercan al sacramento diciendo: “Pero, padre, ¡me da mucha vergüenza!”. También la vergüenza es buena, dice el Papa. La vergüenza nos hace más humildes. El sacerdote recibe con amor y con ternura la confesión, y en nombre de Dios, perdona. Por eso, subraya el Papa, no tengan miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse siente todas estas cosas – también la vergüenza – pero luego, cuando termina la confesión sale libre, grande, bello, perdonado, blanco, feliz. Y esto es lo hermoso de la Confesión.
Llegados a este punto, el Papa Francisco, bromeó con quienes le escuchaban y les dijo: Quisiera preguntarles, pero no respondan en voz alta, sino cada uno en su corazón: “¿Cuándo ha sido la última vez que te has confesado?”… Cada uno piense… Y si ha pasado mucho tiempo, ¡no pierdas ni un día más! Ve hacia delante, que el sacerdote será bueno. Está Jesús, allí. Y Jesús es más bueno que los curas, y Jesús te recibe. Te recibe con todo su amor. Sé valiente, y adelante con la Confesión”.
No añado nada más a las palabras de este gran Pastor, que es nuestro papa Francisco. Ahora, como hice en el año 2011, pero en esta ocasión con mucho más sentido por estar envueltos en el año franciscano, me atrevo a señalaros un breve examen de conciencia a la luz de las Bienaventuranzas:
Bienaventurados los pobres de espíritu, los que se “dejan amar por Dios”, los que dejan que Dios entre en su vida y la cambie por entero, hasta que tus ojos sean sus ojos, tu corazón su corazón y tus manos sus manos.
No es pobre: quien vive descentrado, disperso, o centrado sólo en sí mismo. Quien experimenta un divorcio entre lo que cree y lo que vive, actuando “como si Dios no existiera”.
Bienaventurados los mansos, “los humildes”, los que se reconocen que son criaturas, barro, “humus”: Son aquellas personas que no sólo buscan sus derechos, o los de los demás, sino los “derechos” de Dios: “Dejan a Dios ser Dios en sus vidas”, porque se han dado cuenta de que Dios ha sido expulsado de la vida privada y de la vida pública.
No es manso: quien se coloca como centro, se “endiosa”, o quien desconfía de la Providencia.
Bienaventurados los que lloran,“los que sufren por las mismas cosas que sufre Dios”, porque ven con los ojos de Dios y sienten con el corazón de Dios.
No llora: quien se muestra siempre como crítico y juez de todo y de todos, el “soberbio y el egocéntrico: el que cree que todo tiene que girar en torno suyo”.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, “de hacer realidad la vida santa que se vive en Dios mismo”: Los que fomentan la Vida, el Amor, y la Comunión que es la esencia de la Trinidad.
No tienen hambre ni sed de la justicia de Dios: los que viven con tibieza o mediocridad, los instalados o resignados, los cobardes y quienes no dan la cara por el Amor, por la Vida en todas sus manifestaciones o por la comunión y unidad entre los hombres.
Bienaventurados los misericordiosos, “los que tienen útero materno”: los que acogen a todos, los que valoran a los demás “no desde ellos” o desde “como se les ha tratado a ellos”, sino desde la gratuidad y el amor de ágape, desde la donación gratuita y sin esperar recompensa.
No es misericordioso: el que muestra acepción de personas, el selectivo, el envidioso o celoso, el que no es capaz de perdonar ni de dar una nueva oportunidad a los demás. El que siempre va diciendo “perdono pero no olvido”.
Bienaventurados los limpios de corazón, “los transparentes, lo que no tienen dobleces”: los que viven al día y en comunión con Dios, con los demás y con ellos mismos.
No es limpio de corazón el hipócrita o falso, el que va por la vida con caretas, el que valora de los demás por lo que “brilla”, por lo exterior y por el “tener”, el que no es limpio ni puro en el trato con las personas ni en los afectos y es manipulador. En definitiva, el que no vive el Amor cristiano de ágape.
Bienaventurados los pacíficos, “los que viven la transpariencia y la armonía con ellos, con los demás, y con Dios”: Los que experimentan la comunión y la paz profunda; y “buscan activamente” y siembran la comunión y la paz en todos los ámbitos en los que se desenvuelven.
No son pacíficos: Los agresivos y violentos (explícitos o latentes), los que buscan la división ( los “dia-bólicos”), los que sólo miden a los demás “por los justo o por su provecho personal y por los beneficios, los que se dejan amargar por los problemas de la vida.
Bienaventurados los perseguidos e insultados (“los que son signo de contradicción”): no son los fanáticos o los fundamentalistas, sino los coherentes; los que viven contracorriente porque experimentan que “tener la verdad es comenzar a sufrir; defender la verdad es comenzar a morir”. Pero bendita muerte que es sólo vida para siempre en El.
No es signo de contradicción: el que se compara constantemente con otros o imita a otros, el que tiene miedo al ridículo, el que no sabe dar sentido cristiano a la adversidad.
Concluyo. Que el Espíritu nos haga comprender el mensaje del Papa Francisco, y el de las Bienaventuranzas, y nos ayude a prepararnos a una buena confesión para gustar en profundidad los frutos del perdón auténtico.