Raúl Berzosa: «Don Juan Manuel, ha amado mucho su sacerdocio y ha creído mucho en él»
(Templo de Residencia Calatrava de Salamanca, 13-4-2015)
Muy queridos D. Carlos, obispo de Salamanca, y D. José; querida Ana María, hermana teresiana, y Teresianas; queridos hermanos presbíteros, de Salamanca y Ciudad Rodrigo; queridos sobrinos y familiares, queridos todos:
Recibí la comunicación del fallecimiento de nuestro querido D. Juan Manuel, ayer por la mañana, muy temprano, a través de D. Florentino. Celebré la Misa del Domingo de la Misericordia pidiendo por él y, recordé, que había sido una suerte fallecer en tiempo pascual, donde revivimos la victoria de Cristo sobre la muerte, y en Él la de todos los cristianos. Como nos ha subrayado el Evangelio de hoy, tomado de San Juan, hemos nacido de nuevo, ya desde el Bautismo, para poder ver y entrar en el Reino de Dios, en el Reino de Cristo, que no es otra realidad que la Trinidad misma. Esa es nuestra gran vocación desde que venimos a este mundo y reforzada por el Bautismo, como una y otra vez rezan las oraciones pascuales. Algunos, como D. Juan Manuel, han sido configurados más con Cristo por el sacramento del orden y llamados a anunciar con valentía la Palabra de Dios, como se nos decía en la primera lectura de este Día, tomada de los Hechos de Los Apóstoles.
D. Juan Manuel Jorge, nació en Herguijuela en 1927. Fue ordenado sacerdote en 1951, en Coria (Cáceres). Sirvió como coadjutor en Fuentes de Oñoro y párroco en Fuenteguinaldo. De su ministerio, lo más preciado y precioso, como él siempre presumía, fueron sus años como misionero y formador de sacerdotes, primero, en el Seminario Menor de Concepción (Paraguay) y, más tarde, como párroco, Vicario de Religiosas, y otros cargos, en Morón (Argentina), respondiendo a la Gran Misión Continental, promovida por la Ocsha (Obra de Cooperación de Sacerdotes para Hispanoamérica). Es verdad que nunca perdió sus raíces civitatenses y, mientras pudo, participó en todos los actos a los que se le convocaba en nuestra querida Diócesis. Era muy querido por el presbiterio de Ciudad Rodrigo. En 1988, por sus méritos como buen servidor y pastor, se le reconoció con el título de Prelado de honor de su Santidad; lo cual, le daba derecho, como él repetía con sentido de humor, hasta poder “tutear” a los obispos. En los últimos años, llenos de muchísimas limitaciones y enfermedades, se refugió en el Señor, como hemos cantado con el Salmo 2 y, fue acogido en esta casa sacerdotal de Salamanca, a quien nuestra Diócesis y, un servidor, estamos tan reconocidos como agradecidos. Gracias especiales al cualificado personal laboral de la misma; gracias por vuestro buen hacer, por vuestra paciencia y por tanto amor como mostráis al servir a nuestros sacerdotes mayores y enfermos. Dios os pague lo que, humanamente, ni sabemos ni podemos hacer.
¿Qué más diría en estos momentos? – Permitidme una pequeña confesión personal: estoy leyendo una obra del escritor José Luis Sampedro, fallecido hace dos años. A propósito de la muerte, dejó escrito: “Será lo que sea, corto o largo, fácil o doloroso, pero hay que vivir el sendero de la muerte con dignidad… La muerte que deseo la he contado muchas veces: es como el final de un río en una ría gallega. ¿Qué pasa cuando un río llega? No cuando se deja caer de una roca como en los fiordos noruegos, sino cuando llega apaciblemente al mar… Si uno está en el agua, empieza a notar que el agua sabe de otra manera, que es otro gusto. Y, mientras lo piensa, cuando se da cuenta, uno ya es mar; el río ya es mar; no es río. Esa es la manera más suave de morir. Morir no es el problema; el problema es cómo. La muerte empieza cuando nacemos. Si hay vida, hay muerte; la muerte colabora con la vida”… Así ha sido la muerte de D. Juan Manuel: ha muerto extenuado, consumido; como quiso vivir, mientras pudo: siempre dándose totalmente. Ha amado mucho su sacerdocio y ha creído mucho en él. Como homenaje y oración, permitidme que también añada unos versos del sacerdote vallisoletano José Luis Martín Descalzo, otro gran creyente:
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Morir es acabar de llorar y de hacer preguntas.
Ver el Amor sin enigmas ni espejos.
Descender y vivir en la ternura.
Tener la paz, la luz, la casa juntos,
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-Luz tras tanta Noche-Oscura.
Sólo me resta pedir al Dios de la Vida, como hago siempre cuando fallece un hermano sacerdote, que se digne seguir enviándonos nuevas
y santas vocaciones. Seguro que D. Juan Manuel se interesará, como buen intercesor, por ello.
A todos los presentes, gracias por vuestra oración y por vuestro testimonio de Fe. Que en el cielo nos veamos todos para, como rezamos en este tiempo pascual, en el “Regina Coeli Laetare”, el gozo y la alegría de la resurrección lo sean para siempre. Amén.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo