Año Jubilar de la Misericordia

DSC_0061Raúl Berzosa: » Más allá de cansancios, de tristezas, de lamentos o mediocridades, estamos llamados, cuando se celebra un Año Santo Jubilar, a renovarnos profundamente todos los hijos de la Iglesia en nuestro deseo de “santidad”

Muy querido hermano obispo, D. José, queridos hermanos sacerdotes, queridas religiosas, queridos todos los presentes, y un recuerdo para nuestras hermanas, las monjas de clausura, y para nuestros misioneros, extendidos por los cinco continentes:

        Se atribuye a nuestro querido Papa Francisco, al inicio de su pontificado, esta frase: “Me he encontrado una Iglesia (y, se puede añadir, una sociedad) como un hospital de campaña: llena de heridos”. Y, tomando pie en estas palabras, todo lo que estamos celebrando hoy, se puede resumir también con lo escrito por el Papa Francisco: “Tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. La Misericordia en resumen es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre a pesar del límite de nuestros pecados”. Por todo ello, hay momentos en la historia de la Iglesia en los que necesitamos volver a recordar, de un modo más intenso, quiénes somos y qué misión tenemos; y, así, volver a fijar la mirada en el Dios del Amor y de la Misericordia entrañables para ser signo de ese mismo Amor y Misericordia. Y no sólo con palabras o con gestos de rutina. Más allá de cansancios, de tristezas, de lamentos o mediocridades, estamos llamados, cuando se celebra un Año Santo Jubilar, a renovarnos profundamente todos los hijos de la Iglesia en nuestro deseo de “santidad”, y a renovar nuestro compromiso de anuncio gozoso del Reino con los hombres y mujeres de hoy, hijos de Dios y nuestros hermanos.

¡Qué precioso simbolismo estamos celebrando!: primero, una procesión en camino hacia el Padre de la Misericordia, como si fuésemos los hijos menores de la parábola del hijo pródigo, que deseamos volver a casa; en segundo lugar, la apertura de la puerta catedralicia del perdón y de la misericordia para entrar en el templo, que es verdadera casa de misericordia; en un tercer momento, la renovación de la memoria viva de nuestro bautismo, con el que unidos a Jesucristo, Dios se mostró misericordioso para siempre con nosotros; y, finalmente, la celebración de la Eucaristía, memoria, fuente y eficacia de la misericordia de Dios Padre, en Jesucristo, por el Espíritu.

Por eso, con el Salmo de hoy, inspirado en el profeta Isaías, hemos podido exclamar: “Gritad jubilosos qué grande es en Ti el Santo de Israel. La segunda Carta a los Filipenses nos ha recodado “que el Señor está cerca”. Más aún: como expresaba la primera lectura del profeta Sofonías, “El Señor se alegra con júbilo aquí y ahora en nosotros y con nosotros”, porque le hemos dejado ser nuestro Dios. Por todo ello, la pregunta de los discípulos de Juan, en el Evangelio, es también la nuestra: ¿Qué hacemos nosotros?”… La respuesta es clara: déjate amar por Dios para que Él cambie la vida; de esta manera, “dejarás – dejaremos – a Dios ser Dios en nosotros y en todo cuanto nos rodea”.

Toda la teología profunda de la misericordia, se puede resumir en estas claves: El Dios de la revelación Bíblica es Padre rico en misericordia; su Hijo, Jesús, es la misericordia de Dios hecha carne; el Espíritu Santo nos ayuda a vivir las obras de misericordia; la Iglesia es la comunidad de la misericordia que nos regala el Sacramento del Perdón y de la misericordia; y María, es la madre de la Misericordia.

Además de estas claves teológicas, tal vez, alguien se pregunte hoy qué motivos ha encontrado el Papa Francisco para convocar este Año de la Misericordia. Respondo como si fuera una moneda con dos caras: existe un motivo objetivo y otro más personal o subjetivo. En cuanto al motivo objetivo, recordemos que estamos celebrando el 50 aniversario del Concilio Vaticano II. Dicho Concilio tiene mucho que ver con el tema de la misericordia. En el discurso de apertura, el 11 de octubre de 1962, san Juan XXIII señaló la misericordia como la novedad y el estilo del concilio: “Siempre la Iglesia –escribía– se opuso a los errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad”. Esta perspectiva la ratificó Pablo VI, cuando en el discurso final del Vaticano II (el 7-12-65) puso el ejemplo del buen samaritano (Lc 10,25) como el “modelo de espiritualidad del Concilio”: la pregunta, “¿quién es mi prójimo?”, no es “deductiva sino inductiva”, ya que parte de la situación humana concreta, de la persona que está a tu lado. Medio siglo después, el Jubileo de la misericordia celebra la fidelidad de la Iglesia a aquella promesa. Pero, además, existe un motivo subjetivo en el Papa Francisco: desde el inicio de su magisterio, la palabra “misericordia” lo llena todo. El Papa nos ha redescubierto que el centro del mensaje evangélico es la misericordia. Ya, ordenado obispo, como Beda el Venerable (en el S. VII), elige el lema: “Miserando atque eligendo” (“Me miró con misericordia y me eligió”). Y, una y otra vez grita: “La misericordia de Dios es infinita; Dios nunca se cansa de ser misericordioso. Nunca da por perdida a ninguna persona (EG, 3). Está convencido de que un poco de misericordia puede cambiar el mundo. El Señor, en su misericordia paciente, no deja “a nadie en la cuneta”. El Señor siempre Justifica al pecador; no al pecado.

Naturalmente, la misericordia no es “un invento del Papa”. En el Antiguo Testamento ya se habla de misericordia: “Yahvé es compasivo y misericordioso” (Ex 34,6). También en los Profetas y salmos: “El Señor es clemente, paciente y misericordioso” (Salmo 103, 8; 111, 4); “Yo soy Dios misericordioso, y no hombre” (Os 11,8); “Misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6,6). En el Nuevo Testamento, el mismo Jesús proclama una bienaventuranza: “Dichosos los misericordiosos” (Mt 5,7). Ahí están las conocidas parábolas de la misericordia de San Lucas: el hijo prodigo-padre misericordioso (Lc 15); o el buen samaritano (Lc 10). Pero, sobre todo, se nos recuerda que seremos examinados por las obras de misericordia (Mt 25) y que siempre “Dios es rico en misericordia” (Ef 2,4).

El Papa Francisco es consciente de que siempre, en la tradición cristiana, ha existido una lucha entre “el Dios justo y el Dios misericordioso”. Santo Tomás de Aquino escribió magistralmente que la misericordia es la fidelidad de Dios a sí mismo, y expresión de su absoluta soberanía de amor (S. Th, 1, q.21, a.3; q.23, a 3). La misericordia es el lado de la esencia divina del amor volcado “ad extra”, hacia nosotros.

El Papa Francisco se sitúa en la gran tradición de los santos de la misericordia: así, Santa Catalina de Siena, Faustina Kowalska, Teresa de Liseiux… Y, también, en la gran tradición de los Papas de la misericordia. Recordamos los últimos: San Juan XXIII, quien afirmó:“la misericordia es el más bello de los atributos divinos”…San Juan Pablo II, quien escribió la Encíclica “Dives in misericordia”, en 1980, y decretó la “Fiesta de la Misericordia”, el segundo domingo de Pascua. Y Benedicto XVI, que profundizó en el tema de la misericordia en su Encíclica “Deus Caritas est”, en el año 2005.

El Papa Francisco, que es tan práctico, contempla la misericordia como un verdadero “programa de vida cotidiano”, que se traduce en las obras de misericordia espirituales y materiales. Las obras de misericordia nos descubren cómo era Jesús, cuál es la novedad y la alegría del Evangelio (la Buena Nueva) y, sobre todo, de qué nos van a examinar al final de nuestras vidas (Mt 25). Será un examen sin sorpresas: “Lo que hicisteis con estos, mis hermanos, lo hicisteis conmigo”.

Quisiera lanzar dos advertencias: la primera, el no tener miedo a la misericordia ni a ser misericordiosos. Pero no confundir la misericordia con “el todo vale”, o con una pastoral y un cristianismo a precio de saldo y de rebajas; un cristianismo mediocre. En segundo lugar, os recuerdo que la misericordia, y el ser misericordiosos, comportan “sufrimiento, cruz y malentendidos”: a los fariseos, la misericordia de Jesús los “sacaba de quicio” y por eso deciden matarlo (Mt 12, 1-14). Los buenos y misericordiosos siempre serán perseguidos, porque molestan, ya que son “espejo” de lo que es Dios y de lo mucho que nos falta por ser así.

La misericordia revela quién es nuestro Dios y cómo tiene que ser toda nuestra actividad pastoral: “tenemos que ser misericordiosos como nuestro Padre Dios es misericordioso” (Lc 6,36). En resumen, la misericordia nos “aguijonea” y motiva a un triple nivel: personal, eclesial y social: Personalmente, porque quiere que abramos nuestra cabeza, nuestro corazón y nuestras manos hacia los más pobres y necesitados. Eclesialmente, porque nos hace redescubrir una Iglesia como instrumento y sacramento de amor y de misericordia divinas. Una Iglesia pobre y para los pobres, donde María, la Virgen, es el modelo y madre de Misericordia. Socialmente, porque nos obliga a compromisos éticos: el estar al lado de los pobres, para luchar y denunciar la pobreza y las causas de la pobreza, y a defender “la cultura de la misericordia”, que conlleva, incluso, la “ecología integral”, de la que nos viene hablando el Papa Francisco: la defensa del medio ambiente y de los más pobres.

No me alargo más. Durante los próximos meses, especialmente en el tiempo de la Cuaresma, D. José Manuel y D. Vidal, coordinadores de este año jubilar, nos irán señalando los mojones o momentos fuertes que viviremos. Hemos elaborado un calendario-2016, con el compromiso de vivir una obra de misericordia cada mes. Y, os regalaremos, en esta Eucaristía, la oración del Año Jubilar. Rezadla.

Por mi parte, tan sólo una invitación final: “¡Dejaos, de verdad, reconciliar por el Dios de la Misericordia para poder ser y vivir la misericordia!”. Acercaros al Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación y ganad las Indulgencias que nos regala nuestra Madre Iglesia. A Dios no le asusta ningún pecado, por grande que sea, sino la tontería o imbecilidad de no dejarnos perdonar por Él.

Que Santa María, madre de la Misericordia, y nuestros hermanos mayores los santos, nos acompañen en este año santo y fecundo del Jubileo de la Misericordia: año que complementa, y no anula ni oculta, el objetivo de nuestro Plan Diocesano de Pastoral: el Anuncio. ¡No hay mejor anuncio del Evangelio que experimentar a Dios como Misericordia y vivir las obras de Misericordia!

Gracias a todos por vuestra participación en esta Eucaristía, y por vuestro compromiso durante todo este Año Santo.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo

 

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