Consagración religiosa

Raúl Berzosa: “Cuando uno ha llegado a comprender que el amor de Dios opera en las profundidades del hombre, debe trabajar por favorecer esa acción del Espíritu en sí mismo»

 

Queridos hermanos sacerdotes, querida comunidad de franciscanas, especialmente querida Sor María Consuelo, queridos familiares, queridos amigos y bienhechores del Monasterio, queridos todos:

Hace unos momentos, Sor María Consuelo proclamaba: “Pido humildemente la gracia de renovar mi consagración al Señor para servir más fielmente a mi fraternidad, a la Iglesia y a la humanidad entera para gloria de Dios y por el resto de mi vida”. Mejor expresado y con menos palabras, no se puede formular. ¡Felicidades, extensivas a la comunidad y a su familia aquí presente!

En la primera lectura, del profeta Oseas, has podido gustar, Sor María Consuelo, que lo relatado era tu misma experiencia: el Señor, como al profeta, “te sedujo y te ha hablado al corazón”. Más aún: “te ha desposado con Él para toda la eternidad”. Por eso, con el Salmo 88, te has comprometido a “cantar siempre las misericordias del Señor”. Y, con la carta a los Filipenses, has querido renovar tu consagración, volviendo a colocar, como el Gran Tesoro y El Primero en tu Vida, a nuestro Señor Jesucristo. Sabiendo que estás todavía en camino hacia la meta y que deberás seguir recorriéndolo, con amor y con fidelidad, por lo que reste de tu vida. ¡Es la plenitud y la realización! El Evangelio de San Marcos te lo subrayaba: “el que deja todo por Jesucristo, recibe el ciento por uno en esta vida y, en la edad futura, la vida que no tendrá fin”. ¡Gracias por haber elegido la mejor parte! ¡Que lo que el Señor ha comenzado en ti, desde hace ya veinticinco largos años, Él mismo lo lleve a plenitud!

Ayer mismo, el Papa Francisco nos regalaba una nueva Constitución Apostólica para la Vida Contemnplativa: Vultum Dei Quaerere, buscar el rostro de Dios. Se nos dice que sois signo y profecía de la Iglesia virgen, esposa y madre; y memoria de la fidelidad con que Dios sigue sosteniendo a su pueblo a través de los eventos de la historia: “¿qué sería de la Iglesia sin vosotras?” – Apreciamos mucho vuestra vida de entrega total y de oración; sois ofrenda para llevar la buena noticia del Evangelio a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo. La Iglesia os necesita. Os invito a que leáis, personalmente y en comunidad, dicho documento papal.

Además del mensaje del Papa y del de la Sagrada Escritura, “¿qué te diría hoy, en nombre de la Madre Iglesia, Sor Consuelo?”… Me voy a permitir recordarte algunas palabras de un famoso teólogo jesuita, de gran influjo en el Concilio Vaticano II, el Padre Jean Danielou. En sus “Memorias”, dejó escrito que “lo más divino, entre todas las cosas divinas, es cooperar con el Espíritu Dios que transfiguró la humanidad de Cristo, que fue difundido por Él y que trabaja en el interior de la humanidad… Es Él quien garantiza el éxito auténtico: el de la gracia y la santidad de vida” (Memorias, 189).

 

El cardenal Daniélou, aún siendo muy espiritual, era muy realista. Precisamente, hablando a los sacerdotes y consagrados, nos advierte: “Procuro ser lo más dócil posible al Espíritu Santo pero soy consciente de los obstáculos que suponen mis pecados. A veces destruimos lo que el Espíritu quisiera realizar en nosotros… Servir a los planes de Dios exige una auténtica desapropiación interior… Siento profundamente las defecciones de los sacerdotes y religiosos. Es cierto que cualquier sacerdote o religioso tiene sus problemas personales, puesto que es hombre sometido a todas las tentaciones, pero sus problemas particulares han de quedar en un segundo plano al cotejarlos con su consagración y misión” (Memorias, 188-189).

 

Todo ello nos “exige superar la estrechez de miras, para poder penetrar en el universo de los planes de Dios, y vencer nuestras ambiciones, orgullos y placeres que nos asaltan, para así reproducir la grandeza de cuanto Dios hace en nosotros” (Memorias, 189-190)

 

El Cardenal apunta, con agudeza, algo que viene muy bien para este Monasterio: “Solemos pensar que la pobreza es, ante todo, la carencia de dinero; pero tal vez sea ésta la pobreza más fácil de soportar. Junto a ella, existe la pobreza de salud, la pobreza afectiva y la que atañe al sentido existencial. Cristo nos asegura que la verdadera felicidad, la auténtica plenitud de vida, sólo está unida al amor” (Memorias, 189).

 

Nuestro teólogo, casi al final de su existencia, echa la vista atrás y nos deja escrito: “Sólo tiene valor lo que favorece la existencia espiritual. Personalmente, nunca he sido capaz de apasionarme por los detalles de organización eclesial: con tal de que haya en ellas un buen sacerdote (o un buen consagrado); la cuestión de las estructuras es algo secundario. Lo esencial es la calidad del ser. De igual suerte, en la enseñanza es mucho más importante la valía y el testimonio del profesor que los métodos que emplee. Vivimos en un mundo invadido y cegado por los problemas metodológicos. Un profesor que posea un sentido profundo de la literatura entusiasmará a sus alumnos, sea cual fuere la manera de impartir la enseñanza que adopte. Un sacerdote (o un consagrado) llenos de Dios, harán que se ame a Dios; en el pueblecito de Ars, cuyos habitantes bebían, juraban y fornicaban, pasó de pronto no sé qué y tanto los pecadores como los justos recibieron el impacto de su párroco. Percibir la realidad de la vida espiritual, hacer que otros la conozcan y la amen, y suscitarla: ésta es la verdadera misión del sacerdote (o del consagrado) (Memorias, 191)”.

 

Concluye con idéntica sabiduría y realismo: “Para poder llevar a cabo su misión, el sacerdote (o el religioso) debe permanecer abierto a la vida del Espíritu. Por supuesto que sigue siendo en todo momento un hombre, inmerso en el pecado de la humanidad y en el suyo propio. Todos los santos se han reconocido como pecadores. Un santo es consciente de que no puede enorgullecerse de lo que es, sabe que no vale nada: intenta ser lo menos opaco posible a cuanto pasa a través de sí mismo, pero sabiendo que todo es gracia y que procede de fuera de él y va dirigido hacia fuera de él: a Dios y a los demás”(Memorias, 191).

 

Defiende con pasión, como no podía ser de otra manera, que la santidad es posible en todos los estados de vida y que estamos llamados a ella: “Un santo es aquél que, ante todo, ha sido captado por la grandeza de la acción de Dios y se convierte en un contemplativo… La contemplación es esa adoración de la obra divina. Me entusiasma la realización de los planes de Dios en el Antiguo Testamento y la venida del Verbo en el seno de la Virgen para recuperar al hombre que había creado e introducirlo definitivamente en las profundidades de Dios. Soy extremadamente sensible a la espiritualidad ortodoxa que insiste sobre la humanidad transfigurada por la resurrección de Cristo. Deseo percibir las cosas visibles y descubrir a través de ellas lo que Dios ha querido realizar suscitando unas maravillas tan notables como las de la santidad. Entiendo que responder a la llamada de Dios, equivale a ser seducido, ganado, cautivado por esa intuición y poner la vida propia a su servicio” (Memorias, 190).

 

 

En conclusión, Sor María Consuelo, éste sería para ti, y para esta querida comunidad franciscana el mensaje más importante: “Cuando uno ha llegado a comprender que el amor de Dios opera en las profundidades del hombre, debe trabajar por favorecer esa acción del Espíritu en sí mismo. Lo esencial es dejarse ganar por ese movimiento del amor, por ese proceso de ‘cristificación’ que hará que, a través de nuestros pecados y miserias, y de las purificaciones de después de la muerte, nos transformemos en Jesucristo, seamos totalmente evangelizados y permeables a la luz del amor total y eterno” (Memorias, 192)… “!Creo en la entrega definitiva a Dios. Hay una plegaria que suelo recitar todas las noches: «Señor, repara Tú el mal que he hecho y completa el bien que no he hecho». En el atardecer de mi vida, tengo la sensación de que he fracasado en parte… Pero mi confianza en el amor de Dios no me abandona. Es lo que me da paz proporcionándome la certeza de que, por muy imperfectos instrumento que sea, es Él el que actúa y su gracia podrá completar aquello que yo no he sido capaz de concluir. Que, a pesar de mis imperfecciones, se realice lo que siempre ha sido mi anhelo fundamental: ayudar a las personas con quienes he tratado a adentrarse más en la vida del amor, y eso es lo que me permite dormir tranquilo” (Memorias, 193-194).

 

Hasta aquí las palabras de J. Danielou, cardenal jesuita, y mis palabras. Querida Sor María Consuelo y querida comunidad de Franciscanas, queridos familiares y todos los presentes: que el Espíritu Santo, que hará posible un día más la presencia de Jesucristo Sacramentado entre nosotros, nos conceda vivir nuestra consagración bautismal y la vocación particular a la que Dios nos ha llamado a cada uno, junto a la alegría y a la belleza de los misterios de nuestra Fe. Que María, Madre de los Consagrados, y nuestros santos patronos, nos acompañen y nos protejan siempre. Amén.

 

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo