Raúl Berzosa: «Que tengamos inteligencia y valentía para descubrir las nuevas pobrezas y los nuevos pobres de hoy»
Queridos D. José, Obispo, queridos hermanos sacerdotes, queridas consagradas, especialmente las Hijas de la Caridad, que celebráis el cuarto centenario de vuestro Carisma, queridos todos los que formáis parte de la familia vicenciana:
Es una enorme alegría poder celebrar el 400 aniversario del carisma Vicenciano en nuestra Catedral. Muchas gracias, hermanas, por haberlo querido compartir y vivir en esta pequeña Diócesis que tanto os debe.
Este evento es como un cumpleaños comunitario. Y, siempre en el cumpleaños de un padre o de una madre, los hijos, en su corazón, se hacen al menos dos preguntas: “cómo es mi padre o madre y qué nos pide, como hijos, hasta el próximo año”. Vamos a hacer esto brevemente.
Nuestros padres carismáticos, que hoy festejamos y actualizamos, son Luisa de Marillac y Vicente de Paul.
De Luisa de Marillac recordamos que nació en 1591, en una familia noble. Pronto quedó huérfana de madre. A los 15 años quiso entrar en un convento de capuchinas pero se lo impidió su mala salud. Se casó con el señor Le Gras. Tuvieron un hijo y quedó viuda a los 34 años. Luisa, por indicación de su director Francisco de Sales, se puso en contacto con Vicente Paul y dieron lugar a la fundación de las Hijas de la Caridad, el día de la Anunciación de 1634. En 1655 quedan erigidas canónicamente, recibiendo de Sam Vicente estas palabras: “Llevaréis el nombre de Hijas de la Caridad. Conservad este título que es el mejor que podéis tener… y no olvidéis que los pobres son vuestros señores y dueños”. El 15 de marzo de 1660, totalmente agotada, sube al cielo Luisa y, no pudiendo estar Vicente a su lado, le mandó este escrito: “Usted va delante; pronto la volveré a ver en el cielo”.
San Vicente de Paul, nació en una familia de agricultores. Sus padres vendieron un buey para que pudiera estudiar y él siempre trató de favorecerlos. Por eso pensó en la carrera sacerdotal. A los 19 años, en circunstancias especiales, recibió el sacerdocio. Sus primeros años no fueron fáciles. Al regresar de una experiencia fallida de no poder recoger una herencia, embarcado desde Marsella a Narbona, fue hecho prisionero de los turcos, quienes lo vendieron como esclavo. Tuvo por señores, respectivamente, a un pescador, a un alquimista y a un cristiano renegado al que convirtió. Éste lo dejó libre y Vicente llega a París en 1609. Trabajó en la pequeña parroquia de Chatillon. Llamado a París, funda la Congregación de Sacerdotes para la Misión, para reformar al clero, dirigir seminarios e impartir misiones populares. Desarrolla una enorme misión con los más pobres. Decía: “No es licito perdernos en teorías, mientras entre nosotros tenemos niños que necesitan para subsistir un vaso de leche. Los pobres nos juzgarán. Solo podremos entra en el cielo sobre los hombros de los pobres”. Con Luisa de Marillac, como ya dijimos, funda las Hijas de la Caridad, con esta genial consigna: “Por monasterios, tendréis las salas de los enfermos; por clausura, las calles de la ciudad; por rejas, el temor de Dios; y por velo, la santa modestia”. Falleció y subió al cielo, como Santa Luisa, en el año de 1660.
Hasta aquí una breve semblanza de nuestros padres, Santa Luisa y San Vicente. Desarrollaron, por la gracia del Espíritu Santo, un carisma totalmente actual desde lo que nos viene pidiendo el Papa Francisco: el favorecer una Iglesia pobre y de los pobres, maternal y misericordiosa, presente en las periferias geográficas y existenciales de la humanidad del siglo XXI, y que acoge, y sabe dar esperanza y alegría a los descartados y sobrantes del sistema.
Esto es precisamente lo que se nos pide en la celebración de este cuarto centenario vicenciano y como herencia del mismo para seguir caminando: estar cerca de los más necesitados de hoy. Que tengamos inteligencia y valentía para descubrir las nuevas pobrezas y los nuevos pobres de hoy; que tengamos ojos, corazón y manos, junto al necesario coraje y creatividad, para atender las nuevas necesidades de los hombres y mujeres de hoy, los que están a nuestro lado.
A la pregunta, “¿qué puedo hacer yo, que soy tan pobre y limitado, ante tantas necesidades humanas y sociales?”, la respuesta, además de contemplar los escritos y la vida de Santa Luisa y San Vicente, la podemos encontrar en Santa Isabel de Hungría: “Si no se tiene dinero, siempre tenemos dos ojos para ver a los pobres, dos oídos para escucharlos, una lengua para consolarlos y pedir por ellos, dos manos para ayudarlos y un corazón para amarlos”.
Muchas y sinceras felicidades, queridas Hijas de la Caridad, y muchísimas gracias por vuestra vida y misión en nuestra pequeña diócesis. Dios os pague todo lo que ni podemos ni sabemos hacer. Yo mismo fui alumno en Aranda de Duero de vuestras escuelas y os estoy muy agradecido.
Tres cosas finales deseo pedir para todos los presentes: primero, que el Señor, a las ya consagradas, Hijas de la Caridad, os conceda siempre fidelidad; segundo, que suscite nuevas y santas vocaciones para vivir este carisma, tan actual como necesario en la Iglesia y en la sociedad de hoy; y, tercero, que no falte nunca en nuestra querida Diócesis vuestra fecunda y rica presencia. Así se lo pedimos al Espíritu Santo, por intercesión de María, en su invocación de La Virgen Milagrosa, por intercesión de Santa Luisa y San Vicente, y de tantos santos y santas de vuestras congregaciones y asociaciones apostólicas. Amén.
+ Raul, Obispo de ciudad Rodrigo