Raúl Berzosa: «Tenemos que fortalecer todo aquello que ayude a la comunión y fraternidad presbiteral»
Queridos Rectores y Formadores de los Seminarios Diocesanos, queridos Seminaristas, queridos todos:
Muchísimas gracias por el esfuerzo grande de participar en este Encuentro de Seminaristas Mayores de la Región. Estamos muy satisfechos de haberos acogido en esta pequeña Diócesis. Sentiros como en casa.
Dejo el comentario a las ricas y sugerentes lecturas de la Liturgia de hoy, no sin antes desear que ojalá se hiciera realidad lo escuchado en la primera lectura: “Nos hemos sentido perdonados y que el Señor ha arrojado nuestros pecados a lo hondo del mar”. Para poder cantar como hemos repetido con el salmo 102, “El Señor es compasivo y misericordioso”. Por haber sido perdonados, entendemos mejor y podemos cumplir lo relatado en el Evangelio de San Lucas, puesto en boca del Padre Bueno: “Este hermano tuyo estaba muerto ha revivido”.. En el tema que estáis tratando, el “de las fraternidades apostólicas”, nunca seáis “hermanos mayores, orgullosos y recelesos”, sino “Padres buenos y acogedores” y, si fuere el caso, “hijos menores”.
Vuelvo al tema de la fraternidad sacerdotal. Los últimos Papas han venido subrayando su decisiva importancia para los presbíteros. Por mi parte, os voy a repetir, en lo sustancial, lo que expresé a nuestro querido presbiterio diocesano, en su convivencia navideña, el día 27 del pasado mes de Diciembre.
El fundamento, teológicamente hablando, de la fraternidad sacerdotal se encuentra en una triple e inseparable comunión: comunión viva y real con Jesucristo; comunión afectiva y efectiva con el obispo y el presbiterio; y comunión con todo el Pueblo de Dios que peregrina en cada iglesia particular. Esta comunión no es algo superficial o meramente externo, sino que radica en la misma identidad sacerdotal, en su ser. Así leemos en Presbiterorum Ordinis (n. 8): “Los presbíteros, constituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, se unen entre sí por una íntima fraternidad sacramental; especialmente en las diócesis, a cuyo servicio se consagran bajo el propio obispo, formando un solo presbiterio”. Leemos, igualmente, en Lumen Gentium (n. 28): “En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, todos los presbíteros se unen entre sí en íntima fraternidad, y esta comunión debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad, tanto en lo espiritual como en lo material, tanto en lo pastoral como en lo personal”.
Aunque lo más decisivo, en la comunión fraterna, es la fundamentación sacramental, esta misma comunión fraterna exige una misión común. Nos recordaba, también, Presbiterorum Ordinis (n.8) que, aunque la actividad pastoral sea diversa y plural, en realidad “ejercemos un solo ministerio sacerdotal en favor de los hombres”. Lo subrayo: la variedad de actividades pastorales, y de circunstancias concretas de la misión de cada presbítero diocesano, no pueden hacernos olvidar ni ocultar que existe una sola comunión y una sola misión con los demás presbíteros.
La íntima fraternidad, y la misma y única misión, comportan actitudes concretas en cada presbítero, a saber: sentir como propias las preocupaciones y urgencias pastorales de toda la Iglesia; suscitar vocaciones al sacerdocio ministerial; y acoger y socorrer a los más hermanos más necesitados. Los sacerdotes no trabajamos sólo nuestras “parcelas eclesiales-parroquiales” sino que formamos parte de un todo diocesano, y edificamos un mismo tejido eclesial amplio y universal. De aquí nacen las fraternidades sacerdotales que nos ayudan a vivir la caridad pastoral.
Por todo lo anteriormente expuesto, la comunión y fraternidad sacerdotal, han de fortalecerse y deben crecer día a día. San Juan Pablo II, en el discurso a los sacerdotes de Quito (año 1985) subrayaba: “No podéis vivir ni actuar de forma aislada. Con la ayuda de todos los sacerdotes, diocesanos y religiosos, debéis construir un único presbiterio, como si fuera una verdadera familia o fraternidad sacramental; un presbiterio como lugar donde cada sacerdote encuentre todos los medios específicos para su santificación y evangelización. Vuestro presbiterio llegará a ser signo eficaz de santificación y evangelización cuando se reproduzcan en él las características del Cenáculo, es decir, la oración y la fraternidad apostólica entre nosotros y con María, la Madre de Jesús”. D. Antonio Ceballos repetía con razón: “volvamos siempre al Cenáculo». Y me atrevo a añadir: ser y vivir la comunión y fraternidad sacerdotal implican experimentar, entre nosotros, las virtudes y actitudes que nos recuerda también y con tanta claridad, de nuevo, Presbiterorum Ordinis (n. 8): la hospitalidad, la beneficencia, la comunión de bienes, la solidaridad con los enfermos, la ayuda a los afligidos y solitarios…
El pasaje de Mt. 25, en el examen final, también se nos aplicará a los presbíteros en cuanto presbiterio. Y esto conlleva, orar unos por otros, la práctica de la corrección fraterna y fraternal, la ayuda en la dirección espiritual y en el recibir el sacramento de la reconciliación y de la penitencia, los encuentros conjuntos de formación y de convivencia lúdica, y la ayuda concreta en aquellos oficios y encomiendas que el Obispo y la Iglesia nos ha confiado.
Concluyo: fortalecer, corregir y potenciar las fraternidades sacerdotales. Tenemos que fortalecer todo aquello que ayude a la comunión y fraternidad presbiteral; tenemos que corregir lo que rompa o menoscabe dicha comunión y fraternidad; y tenemos que asumir y potenciar, con coraje y creatividad, las nuevas formas cotidianas y diocesanas de comunión y fraternidad. Todo ello, y a su manera, ya desde el Seminario… Así se lo pido al Espíritu que hará posible, un día más, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor. Santa María Virgen, Madre de los sacerdotes y de los seminaristas, y Santos Presbíteros y seminaristas, rogad e interceded por todos nosotros.