Raúl Berzosa:» Pidamos al Espíritu Santo que nos haga seminaristas nuevos para un seminario y una sociedad nuevos, como verdadera comunidad de cristianos»
Queridos Sr. Rector y hermanos sacerdotes, queridos formadores, queridos profesores y personal laboral, muy queridos alumnos, queridos todos.
El Señor, en su Providencia, nos permite inaugurar un curso más en este Seminario Menor Diocesano. ¡Damos gracias sinceras al Padre de todos los dones por ello! Y, permitidme que comience diciendo que es “casi un milagro” poder hacerlo ante tantas y tantas dificultades, de todo tipo, que la vida y la sociedad tan compleja nos va mostrando. Pero aquí estamos de nuevo, con ilusión, con alegría, y con ganas de afrontar el futuro.
Hemos escuchado, en la primera lectura de hoy, que el Apóstol Pablo pedía a Timoteo oraciones por toda la humanidad. Así también comienzo mis palabras pidiendo que oremos para que esta andadura de todo un año llegue a buen puerto. En el Salmo 27 hemos repetido que “el Señor es Bendito porque siempre escucha nuestra voz suplicante”. Entonces, el problema no es el Señor, sino el que nosotros queramos o no dirigirnos a Él. Y, en el Evangelio, se nos narraba ese pasaje tan hermoso del siervo curado gracias a la intercesión de su capitán. Destaco una actitud para nosotros: por un lado, que capitanes y tropa, es decir, formadores y formandos, nos ayudemos siempre para hacer de esta casa del Seminario “nuestra casa”, nuestra segunda familia. Los padres, sin duda, también ayudarán a ello.
Precisamente, de familia y de comunidad cristiana, trata el Objetivo Diocesano de pastoral de este año pastoral 2017-2018. No voy a teorizar aquí y ahora, ni a profundizar qué es una comunidad. Tiempo tendremos de ello durante todo el curso. Sencillamente, voy a hacer algo más práctico: poner de relieve cómo tiene que ser la comunidad del Seminario a la luz de la oración que el Señor Jesús nos enseñó y que todos rezamos muchas veces al día: el Padre Nuestro.
Se nos habla de Padre. Y si tenemos un Padre quiere decir que todos somos una misma familia. Decimos que, en la vida, tenemos que hacer tres nacimientos a tres familias: nacimiento de sangre, el natural, para formar parte de la familia de sangre; el nacimiento a la fe, por el Bautismo, para formar parte de la familia de los cristianos; y el nacimiento definitivo a la Vida eterna, por la muerte, que no es una tragedia, sino sólo un paso más, un cruzar el umbral de peregrinos en este mundo a peregrinos de la eternidad, de la Vida sin fin.
Por todo ello rezamos también que es Padre Nuestro: Padre, primero, de Jesucristo. Y, en Él, de todos nosotros que somos hijos por adopción. Una consecuencia: las reglas, las normas, en esta familia cristiana y en esta comunidad llamada “Seminario”, no las ponemos nosotros a nuestro gusto; siempre dejamos a Dios ser Dios, en todo. Y lo que Él nos dice que hagamos es lo que hacemos.
Que estás en el cielo, quiere decir, como hemos señalado anteriormente, que somos peregrinos y que Dios Padre nos transciende y que no podemos manipularlo a nuestra manera o según nuestro capricho. Sólo asís será posible construir una comunidad con sólidos fundamentos.
Santificado sea tu nombre: que siempre, personal y comunitariamente, demos gracias a Dios y hablemos muy bien de Él y de sus dones: Él nos ha hecho, Él nos entiende, Él nos acoge, Él nos perdona, Él nos sustenta.
Venga a nosotros tu reino, es decir, que siempre hagamos nuestro, personal y comunitariamente, el doble regalo que nos hace: acoger al Rey, que es su Hijo, y realizar las obras de Reino: vivir la verdad, la justicia, la solidaridad, la generosidad, la entrega, la benevolencia, el perdón, el respeto…
Hágase tu voluntad, siempre, en cada uno de nosotros y en la comunidad del Seminario en su conjunto.
Danos hoy nuestro pan de cada día, comunitariamente, el pan material y el pan de la Palabra de Dios y del sacramento de la Eucaristía. Por ello también pedimos que a nuestros padres no les falte nunca trabajo y que seamos abiertos y solidarios para compartir con los más necesitados, comenzando por los de la propia familia del seminario.
Perdónanos como nosotros sabemos perdonar por habernos sentido perdonados. En esta casa, en este seminario, la medida del amor y del perdón no es cómo nos tratan a cada uno, y ni siquiera cómo queremos tratarnos, sino cómo nos trata, nos ama y nos perdona el mismo Señor: “hasta setenta veces siete” (Mt 18,21-35), es decir, siempre. Perdonar y olvidar. Y, si no podemos olvidar de momento, que no nos dañe emocionalmente el recordar el mal. No olvidéis, querido seminaristas, que el perdón más profundo, nos lo concede el Señor en el Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. No tengáis miedo a acercaros con frecuencia a dicho sacramento.
No nos dejes caer en las tentaciones, en comunidad, de creernos superiores o mejores que los demás, de cerrarnos a nosotros mismos, del desaliento, del derrotismo, de la rutina, de la falta de fe, de amor y de esperanza. Que siempre remontemos el vuelo porque somos como águilas; no gallinas de corral. Recordad que la comunidad del Seminario nos hace y la hacemos. Nos educa y forma pero también depende su buena marcha de nuestras actitudes.
Líbranos del mal y del maligno. Líbranos, Señor, de todo lo que nos haga daño, personal y comunitariamente, y que no nos deje crecer como comunidad fraterna, ni nos deje madurar en la Vida espiritual. Por eso, un consejo final importante para los seminaristas: nunca nos cerremos a nosotros mismos en los problemas y dificultades que tengamos, del tipo que sean; y que siempre nos comuniquemos con sinceridad con quien nos puedan ayudar. Lo contrario sería tan absurdo como querer salir de las arenas movedizas tirándonos nosotros mismos de los pelos…
Nada más. Pidamos al Espíritu Santo, que de la misma manera que va a convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, nos haga seminaristas nuevos para un seminario y una sociedad nuevos, como verdadera comunidad de cristianos. La Iglesia y la sociedad lo necesitan. Y lo viene pidiendo el Papa Francisco. Que la Virgen, Madre de los seminaristas, San José, San Cayetano, y tantos santos diocesanos, nos acompañen en el cotidiano caminar del curso que hoy iniciamos. Que así sea.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo