Mons. Francisco Gil Hellín: «Tengamos confianza. No pasa nada y la de ahora es una tempestad pasajera. Volverá la calma»
Celebramos hoy, queridos hermanos, la Solemnidad del nacimiento de san Juan Bautista. Su figura es tan extraordinaria, que es el único santo de que la Iglesia celebra no solo el día de su muerte- como hace con los demás santos- sino también el día de su nacimiento. Ni siquiera lo hace con quienes son las dos columnas de la Iglesia: los Apóstoles san Pedro y san Pablo.
Toda la grandeza de Juan no procede de su valía personal sino que es prestada. Se debe a que Dios le escogió para que fuera el profeta que anunciara y preparara la venida de su Hijo a la tierra para ser nuestro Salvador. Los plazos de Dios para realizar sus planes no suelen ser de hoy para mañana. Al contrario, Dios tiene la costumbre de mirar a lo lejos y saber esperar. Por eso, muchos siglos antes de que Juan anunciara la venida del Mesías, lo habían hecho otros profetas y otras persona elegidas por él. La primera lectura que hemos escuchado da cuenta de una de esas voces: la del gran profeta Isaías.
Isaías nos contaba que Dios le escogió desde el seno de su madre, es decir, desde antes de nacer, para que anunciara que el Mesía sería luz de las naciones. Isaías fue fiel a su misión y transmitió este mensaje a su pueblo, cuando éste se encontraba en una situación de gran decaimiento y necesitaba una inyección de esperanza. Isaías recordó a este pueblo que, a pesar de sus infidelidades, Dios no le había dejado de su mano y seguía siendo fiel a la Alianza. Israel seguía siendo el pueblo que él se había elegido como pueblo suyo. Esta debía ser la roca de su esperanza en todas las circunstancias y situaciones.
Queridos hermanos: este mensaje es muy consolador para nosotros, dada la situación en que nos encontramos y que ya conocéis por los medios de comunicación y por otros conductos. En efecto, estamos viviendo, a nivel de diócesis, una situación semejante a la que describe el evangelio de este domingo 12 del Tiempo Ordinario, que hubiéramos leídos hoy si no hubiese coincidido con la solemnidad de san Juan Bautista. Allí se narra la tempestad que sufrieron un día los apóstoles, mientras atravesaban el lago de Genesaret. A pesar de que ellos eran pescadores de oficio y conocían el lago como la palma de su mano, tuvieron miedo de naufragar y morir ahogados. Jesús, que estaba rendido por el trabajo del día, dormía profundamente mientras ocurría todo esto. Daba la impresión de que no le interesaban la barca ni quienes iban en ella. Peor no era así: él cuidaba de sus apóstoles. Por eso, cuando estos le gritaron: «¡Sálvanos, que perecemos!», él mandó al viento que se parase y vino de nuevo una gran calma. Gracias a ello, los apóstoles no solo superaron el peligro sino que tuvieron que hacerse la gran pregunta: «¿Quién es éste?» Daban así un gran paso en su camino de fe en el conocimiento de Jesucristo.
Nuestra diócesis es ahora la barca sometida a prueba. Para fortuna nuestra, Jesucristo va en ella, porque esta Iglesia de Ciudad Rodrigo es su Iglesia. Puede parecernos que no es así y que se despreocupa de nosotros. Tengamos confianza. No pasa nada y la de ahora es una tempestad pasajera. Volverá la calma. Lo que nosotros hemos de hacer es fiarnos plenamente de Dios. Para que cuando vuelva esa calma-que volverá, no lo dudéis- no tengamos que oír el reproche del Señor: «Hombres de poca fe, ¿por qué habéis dudado?»
Decía antes que Dios mira a largo plazo y no tiene prisa. De hecho, desde que Isaías anunció que el futuro Mesías vendría a salvar a su pueblo, pasaron casi siete siglos hasta su cumplimiento. Esa es la distancia entre el gran profeta del AT y el nacimiento de Jesucristo en Belén. Más aún, cuando ya había acontecido ese gran hecho, Dios tampoco tuvo prisa en salir a la plaza pública. Antes quiso que otro profeta, Juan el Bautista, fuera el pregonero y el que preparase esa aparición pública. Esta fue la gran misión de este hombre y la razón por la que Jesús pudo decir de él que «no había nacido de mujer otro superior» a Juan.
Juan cumplió a la perfección la misión que tenía encomendada. Aunque podía haber engañado al pueblo, presentándose como el Mesías, confesó abiertamente que no lo era y que lo suyo era anunciar que el Salvador había llegado y que había que arrepentirse y cambiar de vida para recibirle. No fue fácil cumplir su tarea, porque ella implicaba desenmascarar la mentira y la corrupción de costumbres, aunque se tratase de las más altas instancias. De hecho, sabemos que Juan fue degollado por Herodes, instigado de Herodías, que era la mujer de su hermano y con la que él convivía como si fuese su esposa.
Nosotros vivimos en un momento de la historia en el que se necesitan profetas que den a conocer y preparen el camino del Salvador anunciado por Isaías y el Bautista. Esos profetas somos nosotros. Vosotros y yo. No solo los obispos sino todos y cada uno de los bautizados.