Raúl Berzosa: » Más allá de cansancios, de tristezas, de lamentos o mediocridades, estamos llamados, cuando se celebra un Año Santo Jubilar, a renovarnos profundamente todos los hijos de la Iglesia en nuestro deseo de “santidad”
Muy querido hermano obispo, D. José, queridos hermanos sacerdotes, queridas religiosas, queridos todos los presentes, y un recuerdo para nuestras hermanas, las monjas de clausura, y para nuestros misioneros, extendidos por los cinco continentes:
Se atribuye a nuestro querido Papa Francisco, al inicio de su pontificado, esta frase: “Me he encontrado una Iglesia (y, se puede añadir, una sociedad) como un hospital de campaña: llena de heridos”. Y, tomando pie en estas palabras, todo lo que estamos celebrando hoy, se puede resumir también con lo escrito por el Papa Francisco: “Tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. La Misericordia en resumen es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre a pesar del límite de nuestros pecados”. Por todo ello, hay momentos en la historia de la Iglesia en los que necesitamos volver a recordar, de un modo más intenso, quiénes somos y qué misión tenemos; y, así, volver a fijar la mirada en el Dios del Amor y de la Misericordia entrañables para ser signo de ese mismo Amor y Misericordia. Y no sólo con palabras o con gestos de rutina. Más allá de cansancios, de tristezas, de lamentos o mediocridades, estamos llamados, cuando se celebra un Año Santo Jubilar, a renovarnos profundamente todos los hijos de la Iglesia en nuestro deseo de “santidad”, y a renovar nuestro compromiso de anuncio gozoso del Reino con los hombres y mujeres de hoy, hijos de Dios y nuestros hermanos.
¡Qué precioso simbolismo estamos celebrando!: primero, una procesión en camino hacia el Padre de la Misericordia, como si fuésemos los hijos menores de la parábola del hijo pródigo, que deseamos volver a casa; en segundo lugar, la apertura de la puerta catedralicia del perdón y de la misericordia para entrar en el templo, que es verdadera casa de misericordia; en un tercer momento, la renovación de la memoria viva de nuestro bautismo, con el que unidos a Jesucristo, Dios se mostró misericordioso para siempre con nosotros; y, finalmente, la celebración de la Eucaristía, memoria, fuente y eficacia de la misericordia de Dios Padre, en Jesucristo, por el Espíritu.