Raúl Berzosa: «En momentos tan únicos y especiales, como los presentes, viene a manifestarse, aún más, la belleza de nuestra fe»
Querido D. José, obispo hermano y amigo; queridos hermanos sacerdotes, y muy especialmente querido D. Celso; queridos Amparo y Manolo, hermanos de D. Celso, y querida familia de doña Felicidad; queridas consagradas; queridos todos:
El sábado, antes de comenzar el Retiro Arciprestal en el Seminario, pregunté, una vez más, a D. Celso por su querida madre. Me mostró gran preocupación. Y, el domingo, muy temprano, me llegaba la llamada de teléfono: “D. Raúl, mi madre ha fallecido”. Pensé que la Virgen se la había llevado en un sábado, a los 91 años de edad.
Desde que llegué a Ciudad Rodrigo, he tenido muy grabada una estampa entrañable: la de D. Celso, varias veces al día, visitando a su madre en la Residencia San José y ayudando en lo que fuere necesario, principalmente en las horas de las comidas. Han sido años de gran fidelidad de un hijo ejemplar con su madre. No importaba si, en ocasiones, ni siquiera, aparentemente, su madre le conocía. D. Celso sabía perfectamente que ella respondía a sus estímulos y palabras. ¡Gracias D. Celso por este ejemplo impagable e inolvidable! Igualmente, gracias a tu familia que, en la medida de sus posibilidades, ha hecho todo lo que estaba en sus manos.
En momentos tan únicos y especiales, como los presentes, viene a manifestarse, aún más, la belleza de nuestra fe. ¡Qué diferente mirada y trato se da a las personas cuando se hace con los ojos de la fe y con un corazón lleno de amor cristiano y de esperanza! Estoy seguro que Doña Felicidad, en circunstancias muy diversas a las que ha vivido y sin las gentes cristianas que la han tratado, hubiera tenido “un día a día y un final”, muy diferentes. ¡Por todo ello, doy gracias al Dios Bueno que la ha rodeado de testigos cristianos que creían, verdadera y profundamente, en la Vida Eterna. Desde esta creencia, nada ni nadie se pierde. Nos sentimos peregrinos, en este primer mundo, aun cuando nuestras vidas hayan sido muy complejas y difíciles. ¡Y, además de dar gracias a Dios, doy gracias a las hermanitas de la Residencia de San José, al personal sanitario y laboral, y a los residentes, por haber sabido mirar siempre a Doña Felicidad con ojos de fe, de amor misericordioso y de esperanza.
Lo recordaban las lecturas del día de hoy. En la primera, una vez más San Pablo, nos redescubría el secreto y el misterio de nuestras existencias, largas o cortas: “Si vivimos, vivimos para Dios; si morimos, morimos para Dios. En la vida y en la muerte somos de Dios”. Así lo creyó y vivió Doña Felicidad. Incluso, en sus últimos años, postrada en su lecho, experimentó lo que hemos cantado en el Salmo: “El Señor es mi pastor; nada me falta”. Y, en el pasaje del Evangelio proclamado, recordando de la resurrección de Lázaro, no importa que nos identifiquemos más con María, y con el mismo Jesús, y “lloremos” por la muerte de nuestra hermana Felicidad: no son lágrimas de desesperación o de tristeza sino de “amor y consuelo”, porque nos acompaña y está presente nuestro Señor Jesucristo, muerto y Resucitado. Unidos a Él no podemos temer nada. Unidos a Él ganamos todo.