Raúl Berzosa: «¡Gracias sinceras, hermanos presbíteros que festejáis las bodas de oro y de plata: gracias por vuestra entrega y fidelidad demostradas»
Querido hermano obispo, D. José; queridos hermanos sacerdotes, especialmente quienes celebráis las bodas de oro y plata; queridos seminaristas; queridas consagradas, queridos todos.
Estamos celebrando la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno sacerdote. Aquel que un día nos llamó por nuestro nombre y, como hemos leído en la primera lectura, del profeta Isaías, “fue traspasado por nuestras rebeliones y pecados”. Como Jesucristo, nuestras vidas y ministerio sólo tendrán sentido, si, con el Salmo 39, respondemos “aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Sólo así, haciendo de nuestra vida un verdadero sacerdocio existencial, se cumplirá el relato del evangelio de San Lucas: “Esto es mi cuerpo y mi sangre entregados por vosotros”. El Cuerpo y la Sangre de Cristo encarnados en nuestro propio cuerpo y en nuestra propia sangre.
Con este mensaje tan entrañable de las lecturas de hoy, y junto a mi sincera felicitación, pido al Espíritu que penetre en el corazón de quienes hoy celebráis vuestras bodas de oro sacerdotales para que podáis cantar el Magnificat por tantas obras admirables como Dios ha hecho y sigue haciendo en vuestras vidas: D. Bernardino San Nicasio Rubio, D. José Durán González, D. Antonio García Arroyo, y D. Agustín Gutiérrez Pino. Y quien, juntamente, festeja sus bodas de plata sacerdotales: D. Juan Carlos Sánchez Gómez.
A todos os dirijo unas breves palabras. Comienzo con una anécdota que vengo repitiendo durante estos días: en los recientes ejercicios, dirigidos a 52 sacerdotes en Santiago de Compostela, en la última noche, vi una luz encendida en la capilla a altas horas de la noche. Bajé a comprobar que no se había quedado dada. Mi sorpresa fue la de encontrar, orando, al sacerdote de mayor edad. Le pregunté si sucedía algo. Y me respondió, con los ojos llorosos, “estoy preguntando a Jesús, si después de tantos años de ministerio, sigue estando contento conmigo”. Me permito devolverlo, en este día, a todos los hermanos del presbiterio: “Jesús, ¿sigue estando contento conmigo?”…
Durante el mes de abril y mayo, he mantenido encuentros personales con cada uno de vosotros. Sin desvelar ningún secreto, os puedo decir que este obispo sí está contento con sus presbíteros. En cuanto a la salud, en lo físico, hacéis lo posible por cuidaros, con los achaques propios de la edad. En lo psíquico, denoto alegría y sano bienestar. En lo espiritual, aunque se puede ganar más en cantidad y calidad en relación a la oración “de alcoba y a la litúrgica”, la tónica es buena. Os pido que no descuidéis el sacramento de la Reconciliación y de la Penitencia, protagonista, sin duda, en el anunciado año jubilar de la Misericordia y en el presente año jubilar teresiano. Y que la celebración de la Eucaristía sea el centro de vuestras vidas.
En cuanto al ejercicio concreto del ministerio, me habéis hablado de la despoblación, del envejecimiento y del empobrecimiento de nuestra realidad social. A pesar de todo, seguís practicando la espiritualidad “de los ojos abiertos y del corazón compasivo”, junto a la fidelidad a las comunidades, más bien pequeñas, que atendéis. Todo ello, con una visión de eternidad, capaz de valorar cada momento como un verdadero “kairós”, una gracia. Lo que supone que nada, ni el tiempo ni la salud, se desgastan en balde o en inútiles trabajos. ¡Muchas gracias y muchas felicidades! Que la fidelidad, como sueña el Papa Francisco, no esté reñida con la creatividad pastoral y con la conversión misionera.
En cuanto a los arciprestazgos, constatáis la importancia de los mismos para una pastoral de conjunto y para vivir la fraternidad sacerdotal. ¡Gracias por quereros y ayudaros! ¡Gracias también por el esfuerzo de integrar a los laicos y religiosas, en los llamados equipos apostólicos! Y, ¡gracias, por sentir la necesidad de complementar mucho más la pastoral territorial con la sectorial y de ambientes!…
A nivel diocesano, habéis manifestado vuestra lógica preocupación por la alta edad de nuestro presbiterio (69,41 años de media) y la urgencia del necesario relevo generacional. Pero, al mismo tiempo, este dato no es sinónimo de derrotismo ni de miedo al futuro.
Os preguntáis si el Seminario Menor, con el enorme esfuerzo que esto supone, está cumpliendo su cometido; y os conforta la alegría de los seminaristas mayores. Y, ¡cómo no!, la feliz y reciente noticia de la ordenación de D. Anselmo.
También, en lo Diocesano, estáis contentos de los frutos de la Asamblea, particularmente por haber despertado más a los laicos en su corresponsabilidad eclesial, fruto de creer en la sinodalidad. Pero pedís que los sacerdotes nos impliquemos todavía más en la post-asamblea. ¡Apruebo y bendigo este deseo tan necesario!
Quiero finalizar, con dos sugerencias: la primera, recordando lo que tiene que ser un sacerdote de hoy: Dios, en el corazón; la cabeza, en la eternidad; las manos, en la Eucaristía y en la ayuda de los más pobres; y los pies, pisando tierra, pero “por encima de la tierra”, para no convertirnos en “mundanos”. ¡Estamos en el mundo, sin ser mundanos!
La otra sugerencia, me viene del Papa Francisco. El día 2 de abril de 2015, en la Misa Crismal, habló de los cansancios de los sacerdotes y de los sacerdotes cansados. Lo resumimos: estaría, en primer lugar, «el cansancio bueno y normal de la gente; el cansancio de las multitudes»: para el Señor, como para nosotros, era agotador – lo dice el evangelio –, pero es un sano cansancio lleno de frutos y de alegría.
También se da «el cansancio de los enemigos». El demonio y sus secuaces no duermen y, como sus oídos no soportan la Palabra, trabajan incansablemente para acallarla o tergiversarla. Aquí el cansancio de tener que enfrentarlos es más arduo. No sólo se trata de hacer el bien, con toda la fatiga que conlleva, sino que incluso hay que defender al rebaño y defenderse uno mismo contra el mal. El maligno es más astuto que nosotros y es capaz de destruir en un momento lo que construimos con paciencia durante largo tiempo. Aquí necesitamos pedir la gracia de aprender a neutralizar el mal; que no es lo mismo que arrancar la cizaña o el pretender defender, como superhombres, lo que sólo el Señor tiene que defender. La palabra confortadora para estas situaciones de cansancio es: «No temáis, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Esto nos da fuerza y nos conforta.
Y por último, «el cansancio de uno mismo». Es quizás el más peligroso. Este cansancio, es auto-referencial; se traduce en la desilusión de uno mismo no contemplada con la serena alegría del que se descubre pecador y necesitado de perdón o de ayuda para seguir adelante (como en el contraste entre Pedro y Judas). Se trata del cansancio que da el «querer y no querer», el añorar los ajos y las cebollas de Egipto, el jugar con la ilusión de ser otra cosa. Este cansancio se llama «coquetear con la mundanidad espiritual». ¡Pidamos la gracia de aprender a estar cansados, pero ¡bien cansados y cansados bien!
Nada más, ¡gracias sinceras, hermanos presbíteros que festejáis las bodas de oro y de plata: gracias por vuestra entrega y fidelidad demostradas! Pidamos unos por otros. Sintamos, en nuestro presbiterio, la fuerza de la comunión de los santos. Que el Espíritu nos conceda la alegría en nuestro ministerio, y que la Buena Madre de los Sacerdotes, y tantos sacerdotes santos que nos han precedido, nos acompañen y alienten en nuestro caminar, para hace realidad lo mejor de lo que nuestra Iglesia nos pidió en la Asamblea Sinodal.
Un recuerdo especial y cercano para nuestros hermanos enfermos, misioneros y residentes en otras diócesis; una oración de sufragio por nuestros presbíteros difuntos y la petición, renovada, por nuevas y santas vocaciones.
Felicidades sinceras, finalmente, a los familiares de los sacerdotes aquí presentes. ¡Gracias por vuestro cariño y dedicación! Ojalá todos – sacerdotes, consagradas y laicos – podamos repetir en este día la oración secreta antes de la comunión: “Libera me per hoc sacrosanctum Corpus et Sanguinem tuum ab omnibus iniquitatibus meis, et universis malis: et fac me tuis semper inhaerere mandatis, et te numquam separari permittas” (Por tu Sacrosanto Cuerpo y Sangre líbrame de todas mis iniquidades y de todos los otros males, y haz que esté siempre adherido a tus mandamientos y no permitas que me separe nunca de Ti). Amén.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo