Raúl Berzosa: «Hay que estar con los crucificados de hoy para seguir curando las llagas, en ellos, de Jesucristo»
Queridos hermanos sacerdotes, queridos cofrades y mayordomos, queridas consagradas y bienhechores, queridos todos:
Un año más, el Señor de la misericordia y de la Luz, ha permitido que nos reunamos en este templo para celebrar la fiesta de la cruz. Permitidme que os dirija las palabras que el Señor me ha inspirado en el corazón.
Lo primero, resaltar que, en este día, tenemos que contemplar dos realidades: la cruz y el crucificado. Y, en esa cruz (con dos palos: vertical y horizontal), y en ese crucificado, a su vez, considerar dos dimensiones: el drama que se estaba viviendo dentro de la divinidad misma y el drama vivido en nuestra humanidad, que continúa hasta el día de hoy.
Comenzamos por la cruz: nunca nos cansaremos de repetir que, lo que hoy vemos como algo normal y hasta estético, es algo aberrante: es un instrumento de tortura y de suplicio, como si viéramos la horca, la silla eléctrica, una pistola o una bomba. Es más: era el instrumento de ejecución inventado por los romanos para los más indeseables, para la basura de la sociedad, para los esclavos, para quienes no tenían ningún valor social. Este dato no puede pasar inadvertido: no era un instrumento de ejecución judío sino romano. El más cruel de los suplicios. Fue Pilatos, lavándose las manos, quien lo mandó por ver en Jesús un revolucionario, un rebelde político. Los judíos lo tacharon de blasfemo pero asintieron con Pilatos en esta ejecución.
Desde aquí se entienden las palabras de San Pablo: la cruz, para los judíos, que piden signos de Dios, es un escándalo y para los griegos, que piden sabiduría, una locura. ¿Cómo iba a ser, para los judíos, el Mesías salvador un cadáver colgando de la cruz?… ¿Cómo podía ser, para los paganos, alguien importante aquel que había muerto como esclavo, como basura social?…
Y aquí comienzan los dos dramas, ya mirando al crucificado: contemplado desde Dios, Trinidad y Amor, el Hijo crucificado supuso el máximo de amor y de misericordia por la humanidad. Nos amó hasta el extremo de sufrir y morir por nosotros. Se ha llegado a escribir que la cruz, para Dios, supone el “enfrentamiento y división” dentro de Dios mismo y hasta la “muerte de Dios mismo”. Pero este drama no se queda sólo en la cruz: el mismo Dios Amor, el Dios Trinidad, resucitó y devolvió la vida y el Amor al crucificado. Más aún: el que se hizo esclavo, basura, nada, ahora es elevado y devuelto a su dignidad originaria. Así es nuestro Dios: amor, misericordia y ternura por encima de todo. ¡Cuántos santos y santas han derramado lágrimas sinceras al contemplar este gran misterio!
Pero también hemos hablado de que la cruz y el crucificado suponen un drama para la humanidad: primero, porque fuimos todos, en la persona de los judíos y de los romanos, quienes llevamos a la cruz a Jesucristo. En este acontecimiento de hace más de dos mil años, en Jerusalén, estábamos todos y se jugaba la historia de la humanidad. Lo más decisivo: es un acontecimiento que sigue hoy vivo, que perdura en cada uno de nosotros y en la humanidad de hoy. ¡Qué bien lo expresó el domingo pasado el papa Francisco, con motivo de la canonización de los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II! Voy a recordaros sus propias palabras: El Evangelio del día era el de Sato Tomás necesitando meter los dedos en las llagas de Jesús crucificado para poder creer en Él. En el centro de este domingo, afirma el papa Francisco, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado. Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5). Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María. En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno. Ambos Papas, en resumen, nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.
Hasta aquí las hermosas palabras del Papa Francisco. Añado: desde ellas, se entiende que portar la cruz, como cristianos, no es tan sólo hacer sacrificios o llevar nosotros la iniciativa en el sufrir, sino más bien dos realidades: recibir las cruces inesperadas que la vida nos va regalando y, sobre todo, estar con los crucificados de hoy para seguir curando las llagas, en ellos, de Jesucristo. Porque los más pobres, los excluidos, los sobrantes, los “invisibles” socialmente, son la carne de Cristo hoy y aquí. Como lo somos cada uno de nosotros: no sólo criaturas de Dios e Hijos de Dios, sino la carne misma de Cristo. Es lo que se deduce de Mateo 25 y el juicio final: “lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños e indefensos, conmigo lo hicisteis”. No lo olvidéis nunca: éste es el compromiso que el Señor nos pide hoy: estar a los pies de los crucificados de hoy, mirando al Crucificado para no perder la alegría, la fe, el amor y la esperanza.
Nada más: pedimos a María, La Virgen, la que supo estar al pie de la cruz del Hijo crucificado y, al mismo tiempo con los hermanos crucificados, que nos conceda gustar el misterio de la cruz que lleva a la resurrección y al encuentro con el Resucitado; a Aquel que es la Vida y el sentido de nuestras existencias. Que así sea, amén.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo