Raúl Berzosa: «No estamos celebrando el final de nada ni de nadie, sino el “adiós” temporal y físico a un hermano con el que volveremos a encontrarnos»
Queridos hermanos sacerdotes, especialmente muy querido D. Prudencio; querida y numerosa familia de sangre de D. Victoriano; queridos familiares, amigos y vecinos de Martiago, Salamanca y otros lugares. Deseo, desde inicio, también hacer presentes a los sacerdotes y fieles de los Arciprestazgos de Yeltes y de Ciudad Rodrigo, que están en Retiro mensual y no pueden estar aquí y ahora con nosotros. Se unen en la oración y en el afecto sinceros. Así mismo, dejo constancia de otros sacerdotes y conocidos de la familia que, por diversos motivos, no han podido acompañarnos pese a su voluntad de hacerlo.
La Virgen Inmaculada quiso llevarse a D. Victoriano bien arropado por sus hijos y familia en el Hospital Clínico. La Providencia ha sido tan buena que ya nos venía preparando para este evento, que nunca podemos calificar de “triste” para quienes tenemos fe y esperanza. Como escribía el pasado viernes D. Prudencio: “La Virgen, a las nueve horas de la tarde, se ha llevado a mi padre al Reino que no se acaba”. Ayer, en el Tanatorio de San Carlos de Salamanca, Eli, su hijo, me hizo una bella confidencia: “Mi padre falleció mientras le cantábamos poemas de Santa Teresa”. Entre otros: “Véante mis ojos, dulce Jesús bueno; véante mis ojos, muérame yo luego”.
Por todo ello, si siempre me expreso así, en esta ocasión con mayor motivo: no estamos celebrando el final de nada ni de nadie, sino el “adiós” temporal y físico a un hermano con el que volveremos a encontrarnos. De esta manera lo vivió D. Victoriano: buen esposo y padre de familia numerosa y, sobre todo, creyente, trabajador y emigrante, luchador hasta el final, generoso colaborador en las parroquias (últimamente en la de Santa Teresa de Salamanca), y ejemplo de vida cristiano para quienes le conocieron de cerca.
Las lecturas que hemos escuchado en esta Liturgia, confirman toda una vida: el Evangelio de San Mateo nos hablaba de cómo el Señor descubre sus grandes misterios a los más sencillos; quienes, además, saben acudir a él, cuando están cansados y agobiados. Esto lo experimentó sin duda D. Victoriano. Y, en los últimos meses, también supo hacer realidad la Carta de San Pablo a los Romanos que hemos escuchado: la humanidad, su humanidad, también estaba gimiendo con dolores de parto hasta mostrarse, en plenitud, su condición de Hijo de Dios. ¡Qué belleza y qué alegría vivir y morir así; una vez más se muestra que morimos como vivimos!…
Estamos en el Adviento. Suelo repetir que no experimentamos cada año un solo Adviento ni una sola Navidad, sino cuatro al mismo tiempo: la que nos recuerda al Hijo de Dios encarnado; la de la celebración de la Eucaristía de cada día, en la que Dios nace por la Consagración; la de cada uno que preparamos en nuestro corazón el nacimiento del Niño Dios; y, finalmente, el Adviento de la historia entera de la humanidad que nos encamina hacia la Navidad definitiva: la llegada del Hijo del Hombre, en su segunda y definitiva venida, como Juez Universal. Nuestra muerte es ya anticipo de este cuarto Adviento y Navidad definitivos: nos encontramos con el Dios de la Vida, del que hemos salido y al que volvemos. Ante el cual, no hay engaño posible: nos veremos como un espejo, cara a cara. Ciertamente, confiamos en su infinita misericordia, capaz de perdonar todas nuestras culpas, negatividades y pecados. Esto, lo repito y lo subrayo, lo creía fielmente nuestro hermano difunto D. Victoriano.
Como creemos en la comunión de los santos, en la comunicación entre Vivos que peregrinamos y Vivientes que ya han llegado a la Casa del Padre, ¿qué pediría a D. Victoriano, en estos momentos?… Lo primero, que siga cuidando de su querida esposa, Doña Aureliana, y de sus ocho hijos, y larga familia, como supo hacerlo tantos años, nada fáciles para él. Lo segundo, que siga intercediendo por las comunidades cristianas en las que él estuvo siempre tan implicado. Y, tercero, que como padre de un sacerdote, sin descartar otras vocaciones, ruegue al dueño de la Mies que nos envíe nuevas y santas vocaciones sacerdotales. ¡Las necesitamos!
Ahora me dirijo brevemente a vosotros, su familia de sangre, especialmente a sus hijos: ¡Gracias por el ejemplo que nos habéis dado de cómo cuidar a un padre, y cómo lo estáis haciendo con vuestra madre! ¡Gracias porque lo realizáis no sólo desde lo humano, sino desde vuestra fe y caridad profundamente cristianas! ¡Qué bello y qué dulce es dar el último suspiro vital cogido de la mano de los hijos y escuchando palabras orantes y de fe! ¡Sí, muchas gracias! Dios, el mejor pagador, os recompensará abundantemente lo que humanamente ni sabemos ni podemos hacer.
Gracias a todos los presentes por vuestro testimonio de fe, por vuestro cariño sincero hacia D. Victoriano y a su querida familia, y, sobre todo, por vuestras oraciones. Tened la seguridad que si las necesitara, el Señor se las aplicará; de lo contrario, repercutirán con creces en nosotros. Nada, espiritualmente hablando, es perdido o en vano. Gracias, ¡cómo no!, a los profesionales y a todo el personal médico que atendió a D. Victoriano, especialmente en los últimos meses.
Pedimos al Espíritu Santo que, de la misma forma que el Pan y el Vino se convertirán en el Cuerpo y la Sangre del Señor, que el cuerpo y la vida de quien fue bautizado y recibió los Sacramentos, D. Victoriano, sea transformado y viva ya para siempre, en el mismo Espíritu que nos configura con Jesucristo Resucitado y que nos conduce a la Casa del Padre. Que así sea. Que en el cielo nos volvamos a encontrar todos los presentes, junto a D. Victoriano. Amén.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo