Raúl Berzosa: «Me quedo con su bondad y su generosidad hacia tantas personas, me consta que fue ampliamente correspondido. Dios siempre paga la generosidad directamente, o a través de otras personas»
Querido hermano y amigo obispo, D. José; queridos hermanos sacerdotes, especialmente D. Andrés, párroco; queridos familiares directos de D. Enrique: María Aurora, hermana, y José, Paloma y Yolanda, Jorge y Enrique; queridas consagradas, especialmente las Hermanitas de los Pobres Desamparados, queridos todos, los de aquí y los llegados de fuera: sed bienvenidos.
Justamente ayer, al concluir la primera meditación del Retiro que estaba impartiendo a las Madres Carmelitas de Ciudad Rodrigo, me llegó la triste noticia del fallecimiento de D. Enrique a través de la Madre Superiora de la Residencia de San José. Inmediatamente me presenté en el Centro Médico de Ciudad Rodrigo. Recé la recomendación del alma, delante del cadáver, todavía caliente de D. Enrique; y le impartí la absolución y mi bendición. ¡Descanse en Paz y que el Señor le haya abierto las puertas del cielo, como a siervo fiel y entregado!
Ha fallecido en tiempo de Cuaresma, preparación a la Resurrección Pascual del Señor. Hemos escuchado en las primeras lecturas de este tiempo litúrgico, lo que hicieron los hermanos de José con él, símbolo de lo que harían con el Señor mismo; como Él nos ha narrado en la parábola del Evangelio, según San Mateo: “mataron al heredero”, al que da la Vida. Y, sin embargo, como hemos cantado con el Salmo 104, “siempre recordaremos las maravillas del Señor”, que fue bueno y misericordioso con nosotros. Estas lecturas, se pueden aplicar a caca uno de nosotros y a nuestro querido y admirado hermano D. Enrique. La vida no es fácil ni está exenta de zancadillas y tropiezos. En el caso de D. Enrique todo lo supo superar con fortaleza y con elegancia. Gracias a que era, también, un hombre recio y probado, de mucha fe, y hasta con sano humor.
Nació en 1936 en Leganés (Madrid). Con dotes naturales para la música, el teatro y el deporte. Estudió Magisterio y fue ordenado presbítero en 1959. Como cargos y oficios ministeriales, ejerció como Profesor de Música en el Seminario y, recién ordenado, como prefecto de dicha institución. Sus primeros pasos sacerdotales los dio en Lumbrales, La Bouza, y en la parroquia de San Andrés de Ciudad Rodrigo. Más tarde, también las parroquias de Santa Marina, del Sagrario, y de San Pedro y San Isidoro serían testigos de su labor pastoral. Sin embargo, los jóvenes y la docencia ocuparon la mayor parte de su vida: así, el Seminario, el Colegio de San José, el Instituto… Y sin olvidar la dirección de la Coral Dámaso Ledesma. Ejerció los encargos de Delegado Diocesano de UNER y de ARPU, Delegado de Juventud, Encargado de Retiros al Clero, Confesor de Religiosas, Consiliario de Juventudes Vicencianas y de Voluntarios de la Caridad. En 1987 fue nombrado Canónigo de la Catedral. Cuando vine a esta Diócesis, le conocí precisamente como miembro-organista del Cabildo. Recientemente, en 2017 pasó a ser canónigo-emérito, obligado por su enfermedad crónica. ¡Cuánto y qué poco, a la vez, expresan los rasgos biográficos de una vida tan llena y polifacética! Si me permiten una confesión: fue de los sacerdotes con los que más tiempo hablé durante estos años. Por dos razones: la primera, por la común afición musical; la segunda, porque, debido a la limitación de sus enfermedades, se prestaba a encuentros sinceros y amplios, sin que el reloj contara mucho.
Como recuerdo suyo, me quedo en el corazón con el testimonio ejemplar de tantas y tantas personas que se beneficiaron de su ministerio y acompañamiento sacerdotal. ¡Con qué hondura y sencillez, a la vez, regalaba sus charlas; y con qué mimo dirigía a sus feligreses! Y, ¡cómo no!, me quedo con su bondad y su generosidad hacia tantas personas… Me consta que fue ampliamente correspondido. Dios siempre paga la generosidad directamente, o a través de otras personas.
Es verdad que sufrió mucho y largo durante los últimos años, pero D. Enrique hoy estará ya, respirando a amplio pulmón y gozando de los cánticos celestes; y hasta se reirá, con el sentido del humor que no le faltaba, de la diferencia de voces y armonías de los que formamos esta iglesia peregrinante, “civitatense” y aunque gocen de prestigio como la Coral Dámaso Ledesma, y las voces de quienes ya forman la iglesia celeste… ¡Seguro que D. Enrique, artista, no se aburrirá en el cielo con tanta Belleza contemplada y escuchada!…
No deseo alargarme. Tan sólo, a todos los presentes, pediros oraciones sinceras por nuestro querido D. Enrique. Si las necesita, el Señor se las aplicará. De lo contrario, volverán a nosotros con creces. Ni que decir tiene que ya contamos con otro intercesor, particularmente en el tema vocacional. Por favor, D. Enrique, pida al Dueño de la Mies que nos envíe nuevos y santos sacerdotes y, al menos, alguno, con sub-vocación musical, con buen oído y con dotes de organista… ¡No es mucho pedir para la generosidad sin límites del Señor! Y, si Él está muy ocupado, descargamos la responsabilidad en Santa Cecilia…
En el obligado y sincero capítulo de agradecimientos, vaya el primero para el Señor que nos ha regalado, para este agraciado presbiterio de Ciudad Rodrigo, un sacerdote de la talla de D. Enrique. En segundo lugar, agradecimiento a su familia de sangre por todo lo que han hecho por él. Dios se lo pagará con generosidad. En tercer lugar, un agradecimiento para Cristina, que tantos años y tan generosamente le atendió hasta el final, y para las Hermanitas, Trabajadores y Residentes de San José de Ciudad Rodrigo con quienes ha estado tan cuidado en los últimos tiempos, en su grave y dura enfermedad. Finalmente, un agradecimiento a los hermanos sacerdotes del Cabildo de la Catedral, con quienes tanto compartió y quienes tanto le ayudaron.
Y gracias a todos los presentes por el cariño mostrado a D. Enrique; gracias por vuestras oraciones y por vuestro testimonio de fe en la Resurrección.
Me atrevo a dejaros a todos un mensaje final, al hilo de las lecturas litúrgicas de hoy, de la vida de D. Enrique, y del mensaje del Papa Francisco para esta Cuaresma 2018: “!Que la maldad y los malos no os endurezcan ni os enfríen el corazón!”. ¡La bondad vence siempre, como creyó y practicó D. Enrique!
Así se lo pedimos a Santa María, Madre de los Sacerdotes, y a tantos santos y santas que nos acompañan en nuestro peregrinar. Que el Espíritu Santo, que convertirá el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, nos transforme e ilumine con el fuego nuevo de la Pascua, con un corazón inflamado del fuego del Resucitado, que nunca se apaga. Que un día, nos volvamos a encontrar juntos con D. Enrique en una vida sin fin y gloriosa. Así sea.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo