Raúl Berzosa: «Él se sabía en manos del Señor y que su vida estaba en el corazón del Buen Pastor»
Queridos párroco de San Cristóbal y hermanos sacerdotes; queridos familiares, especialmente muy querida Chon y querido D. Alfredo; queridos hermano político, sobrinos, primos y demás familia; queridas consagradas de Marta y María, y otras diocesanas presentes; queridos residentes de la Casa Sacerdotal; queridos todos:
Ayer, domingo, de madrugada, D. Prudencio me comunicaba la noticia del fallecimiento de D. Floro, el sacerdote de más edad de nuestro presbiterio. Llevábamos días esperando este acontecimiento, ante el deterioro tan progresivo de su salud. El sábado mismo, antes de acudir a pronunciar el Pregón de Semana Santa, estuve visitándolo. En plan de humor, porque estaba consciente y me respondía con su mirada y con sus labios, le dije que el mejor pregón de Semana Santa era su vida, y cómo estaba llevando su enfermedad, y le pedí oraciones a lo que él respondió afirmativamente con su cabecita. Después, en un gesto simbólico pero profundo, le dije a Chon que le diera un poco de agua o le mojara los labios. Tenía sed física, aunque en mi interior afloró otro pensamiento: tenía una sed más profunda de descansar en su Señor para siempre.
¡Qué suerte para D. Floro haber realizado el tránsito de su vida en la Casa Sacerdotal! Acompañado de su inseparable Chon, cuidado por las hermanas de Marta María y por el Director de la casa, D. Prudencio, rodeado de residentes y personas que le querían con sinceridad, siempre visitado por otros hermanos sacerdotes y muchos de sus antiguos feligreses, y atendido primorosamente por su médico, D. Javier, a quien nunca le pagaremos todas la generosidad y desvelos mostrados hasta el último momento.
En verdad, como obispo, me siento orgulloso de que nuestra Diócesis posea una Casa Sacerdotal y de cómo se vive y se muere en ella. Aunque pueda parecer exagerado, es un vivero y compendio de muchas de las obras de Misericordia, tan de actualidad en este año Santo Jubilar. ¡Ojalá nunca se pierda este espíritu de servicio y de amor, de fraternidad y de fe!
Nos centramos en la Palabra de Dios escuchada. En la primera, el Apóstol Pedro pedía a los presbíteros de la comunidad que cuidaran a su rebaño con mimo, no como funcionarios o por simple obligación. Siempre de buena gana, con entusiasmo, sin ser interesados, y con el ejemplo de vida por delante. El Buen Pastor premiará a quienes así lo hagan. D. Floro fue un ejemplo de ello. Nacido, en 1922, en Pastores, fue ordenado presbítero en 1945. Y ejerció su ministerio en Zamarra, Endo, Villarejo, Herguijuela, Cespedosa, Sahugo, Valdecarpintero y Atalaya. Fue Arcipreste de Martiago y Agueda y miembro del Consejo Presbiteral. Ya jubilado, desde 1991, siguió sirviendo en las parroquias de San Cristóbal y de San Andrés. Un sacerdote venerable de nuestro presbiterio, con lágrimas en los ojos, me decía ayer:”Señor Obispo, toda la vida de D. Florentino se puede resumir en tres palabras: amor, misericordia y servicio. Era una persona de siempre sumar y nunca restar”.
Continuamos centrándonos en la Palabra de Dios de este día. Con el Salmo 22 hemos cantado “aunque camine por cañadas oscuras, nada temo; porque tú vas conmigo”. Así he podido comprobarlo en la vida de D. Floro. Mientras podía gozar de una actividad normal, aún, y a pesar de su edad avanzada, le ví siempre animoso y alegre, entusiasta y vitalista, gozando de las pequeñas y grandes cosas, pero sobre todo, gozando de la amistad de otras personas y de la convivencia con los hermanos sacerdotes.
¿Cuál era su secreto? – Él tenía Fe sincera y era muy piadoso. Él se sabía en manos del Señor y que su vida estaba en el corazón del Buen Pastor. Amante de la Virgen, fui testigo, en diversas ocasiones, con qué devoción rezaba el Rosario. Es cierto que, en ocasiones, le afloraba el genio pero hasta le caía bien en su carácter. Estoy seguro que, en los últimos meses de su enfermedad, en su corazón habrá tenido repetido muchas veces: “nada temo porque tú, Señor, vas conmigo”.
En el Evangelio de San Juan, hemos escuchado hoy que el Señor es “la luz del mundo”. Los sacerdotes estamos llamados a ser luz, no sólo por haber recibido la Luz de Cristo sino por consumirnos en la Luz, al tener nuestra vida expropiada para el Señor y para los demás. Al contemplar la vida de D. Floro me viene al corazón una anécdota con mi hermana Verónica. En un momento de gran tensión y agobio humano me dijo: “Parece que soy como una vela encendida, y desgastándose, por los dos extremos al mismo tiempo… Me pide mucho el Señor y me pide mucho la comunidad de hermanas a la que sirvo”. Así se lo podemos aplicar a D. Floro: consumida toda su vida para el servicio ministerial, para Cristo Sacerdote, y, a la vez, servidor bueno y fiel para los demás.
Una vez más, con sinceridad, tengo que exclamar, como Obispo, “!Qué buen presbiterio nos ha regalado el Señor en Ciudad Rodrigo!”. Nos sentimos sanamente orgullosos de nuestros hermanos sacerdotes. Cada cual, con sus cualidades, contribuye a hacer de esta Tierra y de este Pueblo, la Tierra y el Pueblo de Dios. Todos nos complementamos y todos nos queremos y ayudamos, como ha quedado suficientemente patente en el caso de D. Floro.
Tengo que recordar también que los sacerdotes no descansamos ni siquiera con la muerte: desde la llamada comunión de los santos, seguimos intercediendo por las personas a las que amamos y servimos en vida. Pero hay algo más: tenemos el compromiso de interceder para que el dueño de la Mies nos envíe nuevos y santos sacerdotes. Se lo encomendamos a D. Floro. Seguro que lo hará delante del Buen Dios. ¡No es casualidad que, mientras decimos “adiós” a D. Floro, dos seminaristas (Miguel Angel y Efraín) hayan sido instituidos como lectores y acólitos. Seguro que D. Floro intercederá por ellos especialmente.
Mis últimas palabras, primero, son para nuestra querida Chon. Tan sólo dos: “¡Muchas gracias!” Has sido todo para D. Floro. No te quede ningún remordimiento de conciencia. Has hecho todo y mucho más, incluso, de lo que podías hacer. Has gastado por él tu salud y tu vida. ¡Sólo el Señor de la justicia y del amor te sabrá pagar tanto bien como le has hecho! Has sido un verdadero ejemplo para nosotros. Te repito, “¡sinceras gracias!”. Ayer mismo, cuando fui a rezar un responso en el Tanario, me impresionó tu entereza y tu fe. Gracias, D. Alfredo, querido hermano sacerdote de D. Floro. ¡Qué suerte que Ud. seguirá ofreciendo Misas y sufragios por él! ¡Gracias por todo lo que hizo durante su vida, así como los demás familiares: hermano político, sobrinos y primos! ¡Gracias reiterativas, a los hermanos sacerdotes de la Casa Sacerdotal, y a todos los residentes de la misma, por el cariño y la caridad que mostrasteis siempre a D. Floro! Destaco, una vez más a las Hermanas de Marta y María y a D. Prudencio.
Estamos celebrando la Eucaristía. D. Floro lo hizo miles de veces, incluso concelebrando hasta muy al final de su enfermedad. Como sacrificio expiatorio, pedimos al Señor que perdone todas sus culpas y borre sus pecados, especialmente en este año Jubilar de la Misericordia.
Y, al Espíritu Santo, que convertirá el Pan y el Vino en el Cuerpo y Sangre del Señor, le pedimos imitar el mejor ejemplo de la vida y ministerio de D. Floro y seguir caminando con esperanza y alegría hacia la Jerusalén Celeste en la que ya no habrá ni llanto ni luto, ni lágrimas ni dolor, en compañía de María, Madre de los Sacerdotes, de todos los santos y santas de Dios, y de nuestros seres más queridos. ¡Que en cielo nos veamos todos! Así sea.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo