Homilía en la Ordenación de José María Rodríguez-Veleiro Rodríguez
Catedral, 6-12-2012
Queridos hermanos en el episcopado, D. Atilano y D. José; querido Cabildo y hermanos sacerdotes; querido José María; queridos familiares y amigos del neo presbítero; querido Sr. Decano de la Facultad de Derecho de la Pontificia y profesores; queridos Sr. Director de Obras Misionales Pontificias; queridos seminaristas y miembros de la vida consagrada; queridos todos:
Un saludo muy cordial y muy cercano a los que habéis venido de tierras gallegas y de otros lares. Sentiros como en vuestra casa. Habéis notado que estamos muy contentos. No es para menos: hacía seis años largos que en nuestra Diócesis no se ordenaba ningún presbítero. Y, aunque ha habido que esperar, ha merecido la pena.
El Señor nos ha concedido un gran y bello regalo. En verdad, como rezaba el lema de la campaña vocacional 2011, “El sacerdote, un don de Dios para la humanidad”. El sacerdocio es un regalo de Dios; es, ante todo, una iniciativa y una llamada de Dios mismo.
Permitidme en este día, movido por el afecto que profeso a Chema, que recuerde y glose la homilía que en Valencia, en el año 1982, pronunció el Beato Papa Juan Pablo II, en mi propia ordenación sacerdotal y en la de otros casi 150 diáconos, entre los que se contaban dos de nuestra querida Diócesis de Ciudad Rodrigo. Las lecturas que hemos escuchado y proclamado hoy, son precisamente las mismas de aquel 8 de noviembre de hace treinta años. Por cierto, homilía que no ha perdido actualidad.
“¿En qué consiste la gracia del sacerdocio que hoy vais a recibir?”, nos preguntó el Papa Juan Pablo II. Y respondía: el sacramento del orden está profundamente enraizado en el misterio de una llamada personal que Dios hace al hombre. Nos lo ha revelado la primera lectura tomada del profeta Isaías: “El Espíritu Santo está sobre mí porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la Buena Nueva”.
Es necesario, meditar con el corazón este diálogo único y personal entre Dios y el llamado.
Este diálogo tendrá que continuar, ininterrumpido, durante toda nuestra existencia a través de la oración y el trato íntimo con el Señor de la llamada.
¿Cuál será vuestra identidad sacerdotal?, nos insistió el Papa: – La identidad sacerdotal encuentra tres rasgos: llamados mediante una elección; consagrados con una unción; y enviados para una misión. Hemos sido llamados por Dios en Jesucristo; consagrados por El, con la unción de su Espíritu; y enviados para realizar su misión en la Iglesia y en el mundo.
La segunda lectura, de la Carta a los Hebreos, nos ha recordado que Jesucristo es el Sumo y Eterno Sacerdote, y el punto de referencia de nuestro ejercicio ministerial. De este único sacerdocio participamos los obispos, los presbíteros y los diáconos, cada cual en su orden y grado, para continuar en el mundo la consagración y la misión de Cristo. Actuamos “in persona Christi”; más aún: estamos llamados a configurarnos con Cristo y a expresar con nuestra vida lo que leemos en Gálatas 2,2: “Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí”.
Además de esta configuración con Cristo, nos recordó el Papa, sois “cooperadores del orden episcopal” y deberéis estar unidos a los obispos, según la hermosa expresión de San Ignacio de Antioquía, “como las cuerdas a la lira”. Seréis enviados a una Iglesia particular para servir a la familia de los Hijos de Dios.
¿Qué implica existencialmente ser llamados, consagrados, y enviados, subrayó el Papa Juan Pablo? – Que os tenéis que dedicar plena y enteramente a la obra que se os va a confiar. La consagración que recibiréis os absorberá totalmente, os expropiará radical y existencialmente, y hará de vosotros instrumentos vivos de la acción de Cristo en el mundo, y prolongación de su misión para gloria del Padre. Vuestra vida es un don total al Señor y, en Él, a los demás.
Un don total que comporta un compromiso de santidad, expresado en la frase que escucharemos: “imitar y vivir los misterios que administráis”.
Desde este sentido de entrega total, de configuración con Cristo y de dedicación exclusiva y definitiva a la obra del Padre, se entiende el compromiso del celibato. No es una limitación, ni una frustración. Es la expresión de una donación plena, de una consagración peculiar, de una disponibilidad absoluta. Al don que Dios otorga en el sacerdocio, se responde con la entrega del elegido con todo su ser, con todo su corazón y con todo su cuerpo; en otras palabras, con el significado “esponsal” que tiene dicha entrega a Cristo y a su Iglesia. Todo en clave de amor porque con el celibato no se renuncia al amor y a la fecundidad. Se vive un amor de ágape y de gratuidad y una fecundidad espiritual.
Sí, existe una paternidad y una maternidad espiritual, que experimentan los presbíteros y los consagrados. En nuestro caso, el corazón y las facultades del sacerdote quedan impregnados por el amor de Cristo, para ser testigo de un amor nuevo y de una caridad pastoral nueva. El secreto para ser fieles en el celibato y poder desarrollar esta caridad pastoral se encuentra en el diálogo que Cristo mantiene con cada uno de sus elegidos, como lo mantuvo en su día con San Pedro: “¿Me amas?”. Pasaje, querido Chema, que, con mucho acierto, has escogido para tu recuerdo de ordenación y de misa de acción de gracias. El Señor Resucitado no se dirige a Pedro para amonestarlo o para castigarlo por su debilidad o por el pecado que ha cometido al renegar de él. Le pregunta por su amor. Como a cada uno e nosotros: “¿Me amas?”… ¿Me amas todavía? ¿Me amas cada vez más?”… Sí. El amor de Dios, fruto del Espíritu Santo, es siempre más grande que la debilidad y que el pecado. Y sólo él, el Amor, descubre siempre perspectivas de renovación interior y de unión con Dios, incluso en las experiencias de debilidad y de pecado. Nuestra respuesta sólo puede ser la misma de Pedro: – “Sí, Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”.
Pedro no responde: “Sí, te quiero”, sino que remite al corazón del Maestro y a su conocimiento que tiene de él, y por eso le dice: “Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo”. Por medio de este amor, confesado tres veces, Jesús Resucitado confía a Pedro sus ovejas.
Y del mismo modo te las va a confíar a ti, querido Chema. Es necesario que tu ministerio sacerdotal eche raíces hondas en el amor a Jesucristo.
¿A dónde conduce el amor indiviso a Cristo y a su rebaño?, insistió el Papa: – Ante todo, debéis celebrar dignamente la Eucaristía. Ésta no es un acto más de vuestro ministerio; es la raíz y la razón de ser de vuestro sacerdocio. Seréis sacerdotes, sobre todo, para celebrar y actualizar el sacrificio de Cristo, “siempre vivo que intercede por nosotros”, según la Carta a los Hebreos. La Eucaristía se convierte así en el misterio que debe plasmar interiormente la existencia de un presbítero. Por una parte, ofreceremos sacramentalmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. Por otra, unidos a El — “in persona Christi”—, ofreceremos nuestras personas y vuestras vidas, para que sean también transfiguradas con El. La Eucaristía será el culmen de nuestro ministerio, la fuerza en la evangelización, el manantial de nuestra vocación, y la fuente de glorificación a Dios y de intercesión por el mundo.
Además, como hemos escuchado en el Evangelio de San Juan, el Señor ha orado por nosotros y en nosotros para “que no seamos del mundo como Él tampoco es del mundo”. No significa que huyamos del mundo sino que seamos guardados del mal. Estamos “puestos aparte”; “segregados”, pero “no separados”. Por eso, no tememos ser diferentes y, sobre todo, no tememos ser sacerdotes “de cuerpo entero”. Subrayaba con énfasis el papa que el ser “uno más” con la profesión civil, o en el estilo de vida, o en el modo de vestir, o en el compromiso político, no nos ayudaría a realizar plenamente nuestra misión; defraudaríamos a nuestros propios fieles que nos quieren sacerdotes de cuerpo entero: es decir, orantes y litúrgicos, maestros y sabios, pastores y caritativos, padres y discípulos, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos cercanos.
Por eso, tenemos que hacer de nuestra total disponibilidad a Dios una total disponibilidad a nuestros fieles. Esto supone, darles el verdadero pan de la palabra, con fidelidad a la verdad revelada de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia. Además, facilitarles todo lo posible el acceso a los sacramentos.
Y, además de la Eucaristía, particularmente el facilitarles el sacramento de la penitencia y de la reconciliación, signo e instrumento de la misericordia y del amor de Dios y de la reconciliación obrada por Cristo; para ello, tenemos que ser nosotros mismos asiduos en su recepción. Insiste el Papa en la necesidad de redescubrir el sacramento del perdón, tal y como la Iglesia lo quiere.
Finalmente, el Santo Padre subraya el amor y la dedicación a los enfermos, a los más pobres y a los marginados; nos pide compromiso firme con todas las causas justas y para la defensa de la dignidad de la persona humana; que sepamos consolar a los afligidos y, sobre todo, dar esperanza a los jóvenes. En una palabra: que nos mostremos en todo “como ministros coherentes de Cristo”.
Hasta aquí, las palabras del Papa Juan Pablo II, que tanto han significado en mi vida y en la de quienes fuimos ordenados presbíteros por él. Te regalo también, querido Chema, los primeros versos de una especie de “poema-oración”, del gran poeta y sacerdote José Luis Martín Descalzo, muy adecuados para este día:
“En la hora de mi ordenación,
poned sólo en mi nombre y apellido:
“Cristiano-sacerdote”.
Y nada más.
Porque jamás quise ser otra cosa.
Ni quiero ser mejor cosa”.
¡Cristiano-sacerdote ¡… Te lo resumiría, Chema, en otras palabras, de esta manera: el sacerdote es, sobre todo y ante todo, la configuración con Cristo como cabeza de la comunidad, como pastor y siervo de los siervos, y como esposo de Cristo y de la Iglesia”. ¡No te separes nunca de Cristo ni de la Iglesia! Y que celebres cada día, como está escrito en muchas de nuestras sacristías, como si esa Misa fuese la primera, la última o la única.
No me alargo más. Muchas felicidades a tus padres, a tu hermano, y a tus familiares; sobre todo, muchas gracias por vuestra generosidad. Esta Iglesia que peregrina en Ciudad Rodrigo os está muy reconocida.
Que el Señor os recompense todo lo que ni sabemos ni podemos hacer y todo lo que, en este lago acompañamiento, habéis sufrido y gozado.
Muchas felicidades y muchas gracias a D. Atilano, verdadero padre para Chema y que supo apostar de verdad por él y acompañarle durante estos últimos tiempos, tan decisivos en su vocación.
Muchas felicidades y muchas gracias a la Iglesia que peregrina en Orense, especialmente a la parroquia de la Veracruz de Carballiño, de donde es originario Chema. Nos habéis hecho el mejor regalo. También repercutirá para vuestro bien.
Muchas felicidades y muchas gracias, en fin, a todas las parroquias y comunidades, y a los centros docentes (especialmente a la Universidad Pontificia de Salamanca) que ha visto crecer y madurar a nuestro candidato. También hago presentes a los misioneros a quienes Chema, como Delegado de Misiones, y su amplio equipo, han mimado.
Muchas felicidades y muchas gracias a los miembros de nuestra querida Iglesia de Ciudad Rodrigo, especialmente a las parroquias que le han acogido durante estos tres últimos años. Que esta celebración suponga, para todos, una renovación de la gracia inagotable del sacerdocio católico; una mayor unidad presbiteral; y un redescubrimiento de nuevas vocaciones sacerdotales en los más jóvenes, entre ellos nuestros seminaristas, atraídos por el ejemplo gozoso y la entrega y alegría de Chema.
Muchos recuerdos y oraciones de quienes no han podido estar hoy físicamente presentes, especialmente de amigos y de los miembros de órdenes contemplativas
Que la Virgen María, Madre de los sacerdotes, te custodie con su amor, querido Chema, y a todos nos haga fieles discípulos del Señor. Que sepamos, en este año de la Fe y de la Nueva Evangelización, acoger a María como lo hizo el discípulo San Juan al pie de la Cruz. Y que, los que ya somos obispos y presbíteros, podamos decir también como ella a Cristo y a su Iglesia: “Totus tuus”. Que así sea. Amén.
+ Raúl Berzosa, obispo de Ciudad Rodrigo