Raúl Berzosa: «Tenéis que ser sacerdotes de la misericordia y de la reconciliación. Siempre sumando y no restando, siempre perdonando, siempre acogiendo, siempre luchando por la dignidad de todas las personas»
Queridos hermanos sacerdotes, especialmente Sr. Rector y Formadores, queridos profesores, queridos padres y seminaristas, queridos Miguel Ángel y José Efraín, queridos todos:
¡Qué alegría poder celebrar esta Eucaristía con la institución de los ministerios de Acólito y Lector! ¡Felicidades, queridos José Efraín y Miguel Angel, y muchas gracias por vuestra generosidad! ¡Muchas felicidades a vuestras familias, que os han acompañado hasta el día de hoy; y felicidades, extensivas, a vuestros profesores y formadores!…
Deseo ser breve. Me centro en el Evangelio de hoy: la adúltera perdonada. Y lo quiero aplicar a vuestra vida, para que nunca lo olvidéis y os anime a seguir avanzando hacia el sacerdocio.
Nos situamos en el pasaje evangélico: Jesús está enseñando en el atrio del templo, rodeado de muchos que escuchan con atención y agrado. Le interrumpen unos escribas y fariseos presentando una mujer sorprendida en adulterio. Desean que Jesús se pronuncie como juez, tendiéndole una trampa que puede significar el fin para él. En realidad, la acusada no es la mujer, que es un pretexto, sino que el acusado es Jesús mismo a quien habían escuchado: “No he venido a abolir la ley, sino a perfeccionarla”. ¿Cumpliría entonces la ley que mandaba apedrear a una pecadora?… Pero por otro lado, le habían visto comiendo y perdonando a publicanos y pecadores. Aparentemente, era compasivo y misericordioso… ¿Lo sería también con la mujer?… Le ponen a prueba en dos realidades aparentemente irreconciliables: o cumplir la ley o ser misericordioso… ¿Qué era: un transgresor de la ley o un embaucador mentiroso?… ¡Allí mismo podía ser desacreditado ante los principales del pueblo o ante el pueblo mismo!…
La respuesta de Jesús se hace esperar. Guarda silencio y se pone a escribir en el suelo, ¿Qué escribía con el dedo en el lodo?… Algunos exégetas se atreven a afirmar que eran las palabras de Jeremías 17,13: “Quienes se apartan de ti quedan inscritos en el polvo por haber abandonado al Señor, la fuente del agua viva”. Ante la insistencia de los acusadores, Jesús exclama: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Y se cambia el panorama: ya no miran a la mujer pecadora sino que se miran ellos mismos ante Dios, el juez de todos… Y desaparecen, comenzando por los más mayores. Jesús, finalmente, no sólo libera a la mujer del castigo sino que indica el camino a seguir en el futuro: “En adelante, no peques más”. Rehabilitada en su dignidad, comenzará una vida nueva, mirando el futuro con esperanza.
Aterrizo en vosotros, queridos Efraín y Miguel Angel. No sois ni estáis en la situación de la pecadora. Pero sí os sentís interpelados por muchos fariseos y escribas de hoy que os dicen: “¿Pero dónde os váis a meter?… Si el ser sacerdotes hoy, ni merece la pena ni valéis para ello… ¿Sois conscientes de vuestras limitaciones, en todos los sentidos?”… Y, vosotros, estoy seguro, habéis mirado a Jesús en el silencio del sagrario, especialmente en estos últimos días, y habéis escuchado de Él: “Déjate juzgar y valorar por mí… Tú sólo fíate… ¡Adelante!… Tu fuerza y tu fidelidad está en mí”… Y, con el consejo de vuestros formadores, os atrevéis a dar un paso importante hacia el sacerdocio. ¡Enhorabuena! ¡Merece la pena!
Tan sólo os pido, como recuerdo profundo y sincero de este día, que no olvidéis, en la línea del Evangelio de hoy y del Año Jubilar de la Misericordia que estamos celebrando, que tenéis que ser sacerdotes de la misericordia y de la reconciliación. Siempre sumando y no restando, siempre perdonando, siempre acogiendo, siempre luchando por la dignidad de todas las personas, especialmente, la de los más pobres y marginados… ¡Servidores de la misericordia y de la reconciliación! ¡Qué grandeza! ¡Lo necesita la Iglesia y la sociedad de hoy!
Se lo pedimos al Espíritu Santo que, una vez más, hará el milagro de convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor, y se lo pedimos a La Virgen María, Madre especialísima de los seminaristas y de los sacerdotes, y San José, nuestro patrono y ejemplo de mansedumbre y de reconciliación. Así sea.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo