Raúl Berzosa: «Las comunidades clarisas y teresianas están llamadas a convertirse en casas de comunión, que den testimonio del amor fraterno en nuestro mundo del siglo XXI, desgarrado por las divisiones y las guerras»
Queridos hermanos sacerdotes, querida comunidad de Hermanas Clarisas, queridos todos.
Un año más, no reúne en este templo la memoria de nuestra madre, Santa Clara. En este año jubilar del V Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús. Permitidme, hermanas, que os recuerde lo que puede ser experiencia común entre Santa Teresa y Santa Clara, válido para vuestra vocación y vida contemplativa. No es cosecha propia. Me inspiro, en parte, en las palabras del Papa Francisco dirigidas al General de los Carmelitas el 28 de Mayo del presente año.
Recordemos, y por ello me atrevo a hacer esta comparación con autoridad, que estamos también en el año de la Vida Consagrada. Es una ocasión para mirar al pasado y al presente con agradecimiento y, al futuro, con mucha fe y esperanza. Vamos, pues a subrayar las analogías esenciales entre las dos santas.
Santa Clara y Santa Teresa, son, sobre todo y ante todo, maestras de oración. En su experiencia, fue central el descubrimiento de la humanidad de Cristo; una humanidad pobre y llagada. Fueron capaces de orar porque amaron mucho y de verdad a Cristo como amigo fuerte, como Señor y como Esposo que todo lo llena. La frase acuñada por Santa Teresa, según la cual orar es “tratar de amistad con quien sabemos nos ama” (Vida 8,5), la suscribirían perfectamente las dos santas. La oración, tanto de Santa Clara como de Santa Teresa no fue una oración reservada únicamente a un espacio o momentos del día, sino que surgía espontánea en las ocasiones más variadas. Ambas estaban convencidas del valor de la oración continua e incesante, aunque no fuera siempre perfecta. Dichas Santas Madres nos enseñan a ser perseverantes y fieles en la oración, incluso en medio de la sequedad, de las dificultades, personales y comunitarias, o de las necesidades apremiantes que nos reclama la vida.
Esta primera característica de vida orante, nos deja una clave para renovar hoy la vida consagrada: el gran tesoro y el norte es la oración para un sano crecimiento y equilibrio, personal y comunitario. La oración, hecha con calidad y entrega, constituye una auténtica escuela de crecimiento en el amor a Dios y al prójimo.
La segunda característica común a Santa Clara y a Santa Teresa, es su encuentro sincero y personal con Jesucristo. Les cambió la vida e hizo de su vida “otra”. Por eso fueron capaces, cada una en su tiempo y lugar, de realizar la reforma de la vida consagrada. Pedían radicalidad evangélica y no gastar el tiempo tratando “con Dios negocios de poca importancia” cuando estaba “ardiendo el mundo” (Camino1,5). Esta dimensión contemplativa y, a la vez, misionera y eclesial, ha distinguido desde siempre a las Clarisas y al Carmelo.
A sus hijas, las dos Madres, las siguen invitando hoy a una gran empresa: a ver el mundo con los ojos de Cristo, para buscar lo que Él busca y amar sólo lo que Él ama.
La tercera clave común a ambas, nos hablar de que tanto, Santa Clara como Santa Teresa, eran conscientes de que ni la oración ni la misión se podían sostener sin una auténtica vida comunitaria. Por eso, el cimiento que pusieron en sus fundaciones fue la fraternidad: “Aquí todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar”, repetirán una y otra. Nos alertaron sobre el peligro del individualismo, del egocentrismo, de lo que el Papa Francisco llama “la autorreferencialidad” en la vida fraterna, que consiste, como diría Santa Teresa, “en dedicar más tiempo al cuidado de nosotros mismos y de nuestros regalos, que a la vida comunitaria y al servicio de los demás” (Camino 12,2). Para evitar este peligro, las Madres recomiendan a sus hijas que practiquen la virtud de la humildad. Virtud que no significa “apocamiento exterior ni encogimiento interior del alma”, sino conocer cada uno, caminando en la verdad, lo que puede y lo que Dios puede en él (cf. Relaciones 28). Lo contrario de la humildad es lo que ella llamaba Santa Teresa la “negra honra” (Vida 31,23), fuente de chismes, de celos y de críticas, que dañan seriamente la relación con los otros. La humildad clarisa y teresiana está hechas de aceptación de uno mismo, de sana conciencia de la propia dignidad, de audacia misionera, de agradecimiento y de abandono en Dios.
Las comunidades clarisas y teresianas están llamadas a convertirse en casas de comunión, que den testimonio del amor fraterno en nuestro mundo del siglo XXI, desgarrado por las divisiones y las guerras.
Nada más. Pedimos a María Virgen, Madre y Modelo de las vocaciones contemplativas, que nuestras consagradas y nuestras comunidades, con la fuerza del Espíritu Santo, transparenten la alegría y la belleza de vivir el Evangelio; y que, con su testimonio, susciten en muchas jóvenes el deseo de seguir a Cristo de cerca en la forma de vida clarisa y carmelita. Así sea.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo