Raúl Berzosa: «Tú lo sabes, Madre: la soledad impuesta más dolorosa es “la de la indiferencia del otro”
Queridos hermanos sacerdotes, queridos Cofrades y representantes de Hermandades, queridos todos:
La Providencia, por enfermedad de nuestro querido D. Celso, ha permitido que sea este servidor, a petición de la Cofradía de La Soledad, quien os dirija estas palabras. Lo hago como un sincero servicio, y con el corazón apenado, pidiendo por la pronta y total mejoría de D. Celso.
Hoy, no os voy a hablar de la Virgen de La Soledad. La voy a hablar a ella de todos nosotros. Permitídmelo.
Sí, Madre, comienzo pidiéndote, con humildad y sencillez, que aprendamos a sufrir en nuestro propio corazón no sólo los dolores de Jesucristo sino los de los nuevos crucificados de hoy. Nadie como tú, Madre de la Soledad, sufrió en profundidad los dolores de tu Hijo y también los de tus hijos, a lo largo de todos los siglos; también los de este siglo XXI. Por eso, nos adentramos en tu Corazón de Buena Madre, y queremos hacer nuestros, desde el comienzo, tus siete dolores en relación a tu queridísimo hijo, y que son siete soledades existenciales, según lo que la tradición cristiana siempre te ha reconocido:
- Tu primer dolor, y tu primera soledad, el de la profecía de Simeón: “Una espada te traspasará el alma”.
- Tu segundo dolor, y tu segunda soledad sentida, el de la huída a Egipto: “Huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te lo diga”.
- Tu tercer dolor y soledad, el del Niño Jesús perdido durante tres días: “Hijo, ¿por qué nos ha hecho esto?… Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”.
- Tu cuarto dolor y soledad, el acompañamiento al crucificado hasta el Calvario: “A Jesús lo seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que lloraban y se lamentaban por él”.
- Tu quinto gran dolor y enorme soledad, la crucifixión: “A los pies de la cruz de Jesús estaba su madre”.
- Tu sexto dolor y soledad irreparables, el descendimiento de la cruz: “Al bajar a Jesús de la Cruz, lo depositaron en brazos de su madre”.
- Y tu séptimo dolor, lleno de desolación y soledad, la supultura de tu Hijo: “Qué tristeza y soledad atravesaron tu corazón cuando envolvieron a tu Hijo en lienzos finos y lo depositaron en el sepulcro”.
Madre de los Dolores y de la Soledad, en los siete pasajes enumerados se resumen todas las soledades que la humanidad sigue experimentando hoy: la de los perdidos y desnortados en la vida; la de los tristes y deprimidos; la de los hambrientos y sedientos; la de los migrantes y refugiados; la de los enfermos crónicos y los moribundos; la de los excluidos y descartados; la de las víctimas inocentes de guerras y terrorismos; la de los encarcelados y condenados a muerte; la de los sin techo y sin trabajo; la de los drogodependientes y alcohólicos; la de los prostituidos y maltratados; la de los violentados en su dignidad y esclavizados… Y, sin ir más lejos, la que sufren nuestras gentes en este Pueblo y en esta Tierra nuestros: ancianos abandonados; viudos y viudas solitarios; jóvenes y no tan jóvenes en paro; matrimonios rotos; familias en la que se practica el maltrato psíquico o físico; niños desatendidos; gentes subsistiendo con lo mínimo; alcohólicos y toxicómanos; mujeres que alquilan y venden sus cuerpos por necesidad; gentes despreciadas o rechazadas, ¡y tantas otras!…
Madre Buena, con razón se está hablando de una nueva epidemia social: la de la soledad forzada. ¡Una de cada tres personas, en los países occidentales, siente soledad!… En cuatro días, recibió más de 5.000 mensajes y llamadas, alguien que colgó un video en youtube y que se ofrecía a escuchar a quien llamara, con este slogan: “A pesar de no conocerte, me importas. Llámame, tengo tiempo para ti”. Según un estudio realizado en España, el 20% de los españoles mayores de 18 años viven solos; de éstos solitarios, el 40% son solitarios obligados y forzados, siendo las mujeres las más perjudicadas. Hoy, Madre, sociológicamente, se habla de que somos una “muchedumbre solitaria”.
Tú lo sabes, Madre: la soledad impuesta más dolorosa es “la de la indiferencia del otro”, cuando en lugar de ser reconocidos o amados, recibimos un “no” como respuesta; es un sentir que “no importamos nada a quien a nosotros sí nos importa”.
Buena Madre, tú conoces cuáles son las consecuencias de la soledad impuesta: sentimientos de tristeza, de melancolía, y de vacío interior. En verdad, no se puede soportar mucho tiempo esta soledad terrible, sin enfermar, física o psíquicamente. No se puede soportar mucho tiempo la soledad como “sensación de estar vacío”, de no poseer nada, de estar extremadamente inseguro, sin anclaje alguno en la vida…
Madre de la Soledad, te miro y me dejo mirar por ti. Y te presento a los solitarios de este siglo XXI. Tú nos enseñas a creer en Dios, a pesar de todo, a pesar de las soledades de nuestra vida. Nos enseñas a decir a tu Hijo como el Buen Ladrón, incluso en medio de nuestros dramas: “Acuérdate de mí, Jesús!”; con la seguridad de que El nos dirá: “No temas, estoy y he estado siempre contigo”.
Cuenta de aquel santo que pudo contemplar su vida pasada en forma de pisadas sobre la arena de la playa. Observó que en los días más duros de su vida no había dejado huellas. Y el Señor le dijo: “En esas ocasiones yo mismo te llevaba en brazos para que no sucumbieras”.
Este es también tu mensaje profundo, Madre de la Soledad: no hay que temer nunca. El Señor, camina a nuestro lado. Pero, al mismo tiempo, nos enseñas a ser misericordiosos con los demás, a darlos una segunda oportunidad, a acogerlos, a romper sus soledades… Nos recuerdas, Madre Buena, lo que hiciste con tu Prima Isabel, con los Discípulos, e incluso con tu propio Hijo, “cómo debe ser el hombre para el hombre”: no un lobo, un rival, o un extraño, sino un prójimo, un cercano, un hermano; porque, al final, nos examinará del amor. Toda ideología y toda palabrería, enmudecen y se desenmascaran ante el amor verdadero. Lo que importa son las entrañas de misericordia como las que el Señor tuvo con nosotros, como las que tú, Madre, nos muestras. Porque, Tú, la Madre de Jesús, te sigues identificando con los crucificados de la historia, con los más abandonados y solitarios:
Tú exclamas por boca de los desesperados: ¡Pase de mí este cáliz!
Tú preguntas con los torturados sin motivo: ¿Por qué me pegas?
Tú sigue siendo condenado injustamente en los inocentes.
Tú eres coronado de espinas en campos de refugiados.
Tú eres azotado en el dolor de clínicas y hospitales.
Tú repites la vía del dolor en emigrantes y exiliados.
Tú sigues abandonado en miles de desesperados.
Sigue siendo verdad que estarás, como tu Hijo, en agonía hasta el fin de los siglos”.
¡¡Qué bella y acertadamente lo expresó también la madre Santa Teresa de Calcuta!!:
Tú, eres, mi Señor, el hambre que debe ser saciado,
la sed que debe ser apagada,
el desnudo que debe ser vestido,
el sin techo que debe ser hospedado
el enfermo que debe ser curado
el abandonado que debe ser amado
el no aceptado que debe ser recibido
el leproso que debe ser lavado
el mendigo que debe ser socorrido
el borracho que debe ser protegido
el disminuido que debe ser abrazado
el ciego que debe ser acompañado
el sin voz que necesita que alguien hable por él,
el cojo que necesita que alguien camine con él,
el anciano que debe ser servido,
el perdido que debe ser reconducido”.
Madre Buena de La Soledad: nos invitas a saber mirar la realidad con los ojos de tu Hijo, el Hijo de Dios, que supo contemplarnos y amarnos como Dios mismo nos ama a cada uno de nosotros. Como Tu Hijo, nos dices, Madre amada:
Si nadie te ama, mi alegría es amarte.
Si lloras, estoy deseando consolarte.
Si eres débil, te daré mi fuerza y mi energía.
Si nadie te necesita, yo te busco.
Si eres inútil, yo no puedo prescindir de ti.
Si estás vacío, mi llenura te colmará.
Si tienes miedo, te llevo sobre mis espaldas.
Si quieres caminar, iré contigo.
Si me llamas, vengo siempre.
Si te pierdes, no duermo hasta encontrarte.
Si estás cansado, soy tu descanso.
Si pecas, soy tu perdón.
Si me pides, soy don para ti.
Si me necesitas, te digo: estoy aquí dentro de ti.
Si te resistes, no quiero que hagamos nada a la fuerza.
Si estás a oscuras, soy lámpara para tus pasos.
Si tienes hambre, soy pan de vida para ti.
Si eres infiel, yo soy fiel.
Si quieres conversar, yo te escucho siempre.
Si me miras, verás la verdad de tu corazón.
Si estás en prisión, te voy a liberar.
Si te quiebras, te curo todas las fracturas..
Si estás excluido, yo soy tu aliado.
Si todos te olvidan, mis entrañas se estremecen
recordándote.
Si no tienes a nadie, me tienes a mi.
Ahora entendemos, Madre, mucho mejor el alcance de las palabras de tu Hijo en la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”… “Hijo, ahí tienes a tu madre” (Jn. 19, 25-27)
El, Jesucristo, desde la cruz, estaba viendo todo. Era consciente de todo. Y estaba siendo mirado por todos. Y, desde la cruz, quiso que Tú le miraras y nos miraras a todos, para siempre, como una Madre. Entendiste lo que tu Hijo te expresaba en lo más hondo y sincero: “Mujer, no pierdes a tu Hijo, no te vas a quedar sola. Ahí tienes a Juan; entrégate a él como a un hijo tuyo, como te has entregado a mí; él es el discípulo al que yo amo, acógelo como a un hijo por amor a mí”. Y al discípulo tan amado, Jesús le dice: “Entrégate a ella como a tu propia madre; ámala y cuida de ella. Ella es mi madre, acógela como madre tuya por amor a mí”.
María de la Soledad, tú estabas al pie de la cruz como Madre de Jesús, el Redentor, y como Madre de la Iglesia. Estabas co-sufriendo una pasión real e interior. Estabas experimentando cómo tu Hijo expiraba en oscura noche, en abandono total… Es imposible expresar lo que como madre sufriste en aquellos momentos. ¡Qué terrible escena! Ya sospechabas desde el principio, desde la presentación de tu Hijo en el Templo, este final trágico para tu Hijo, porque siempre fue signo de contradicción para su pueblo.
Y en aquella situación última de angustia y dolor, las palabras de Jesús: «Mujer, ahí tienes a tu Hijo». Aquel hijo era Juan, el que antes había dejado todo por Cristo; al que más amó el mismo Jesús. Y, en Juan, estábamos todos nosotros, la Iglesia y la humanidad entera. Tú, como Madre, perdías a tu Hijo y, sin embargo desde ahora, en Juan, lo ibas a encontrar en su Iglesia y en la humanidad. Perdías a tu Hijo Santo y nos acogías, a nosotros, tus hijos pecadores. Y, callabas y aceptabas. Repetía las mismas palabras que un día brotaron de tu interior libre y profundo en Nazaret: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra: Soy la esclava del Señor”. Y en aquellos momentos se volvía a repetir el milagro de una humanidad nueva, de una nueva creación, gracias a la presencia nueva y única de un Dios cercano, habitando, desde dentro, nuestro mundo. María te convertiste en mediadora de vida, en una nueva Eva. En ti, María, lo humano y lo divino se fundieron en eterno abrazo. María: eres el espejo de la humanidad y de la Iglesia donde debemos mirarnos para llegar a Jesús.
Desde tu silencio y soledad, desde tu dolor y el de tus hijos amados, se puede comprender mucho más profundamente por qué el Hijo, el Dios encarnado, vino a buscar a los pecadores, a los extraviados, a los alejados, a los pequeños, a los enfermos, a los sufrientes. Nada ni nadie, ni siquiera la enfermedad o el sufrimiento, ni la soledad más dolorosa, pueden separarnos del Amor de Dios.
Deseo finalizar estas pobres palabras, Virgen de la Soledad, recordando una bella oración anónima:
“ Cuando me llegue la prueba de dolor, como a Ti, María,
cuando suframos el fracaso y el olvido,
cuando palpemos los desengaños y el cansancio de la vida,
cuando nuestra fe se debilite o se apague el color de la vida,
danos el regalo de tu presencia y la certeza de que Tú sigues siendo nuestra madre”.
¡Gracias, Madre, por estar siempre a nuestro lado; gracias por darnos el regalo de tu Hijo; gracias por hacernos más hermanos de tu Hijo; gracias porque nunca nos abandonas; gracias porque tu Soledad ha dado sentido y plenitud a nuestras soledades!
+ Cecilio Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo