Raúl Berzosa: «Toda la vida de María, a la luz del misterio de Jesucristo, fue un aprendizaje misericordioso»
Queridos hermanos sacerdotes, querido Padre Carmelita, querida comunidad de Madres Carmelitas, queridos todos:
Ayer, mientras daba los últimos retoques a la presente homilía, vivíamos aún bajo el terrible impacto del brutal atentado terrorista en Niza. Vaya por delante mi oración por el eterno descanso de las víctimas, por la pronta y total recuperación de los heridos y por el consuelo de sus familiares. Al mismo tiempo, como cristiano, mi oración por la conversión del corazón de los violentos. ¡Pido al Señor del Amor y de la Reconciliación que no se vuelvan a repetir eventos tan deleznables e inhumanos!
Centrados, aquí y ahora, y sin entrar a glosar las lecturas de este día, que ya lo he hecho en otras ocasiones, deseo, en el Año del Jubileo de la Misericordia, centrar mis reflexiones en torno a la Virgen María, como madre de la Misericordia. Comienzo con una afirmación verdadera: “María es madre de misericordia porque, ante todo y sobre todo, está al servicio de la Misericordia de Cristo”.
Recordemos que la misericordia es una de las características que mejor definen el ser y el obrar de nuestro Señor Jesucristo. Además de las parábolas de la misericordia, recogidas por el evangelista San Lucas y que hemos meditado durante todo este curso pastoral, recordamos cómo se compadece del paralítico: “Confía, hijo: tus pecados te son perdonados”(Mt.9,2); o de la mujer hemorroísa: “Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado” (Mt.9,22). En la Cruz exclamó en nuestro favor: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc.23,34); y, hasta abrió las puertas del Cielo al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc.23, 40-44).
Concluimos por ello, y sin entrar en mayores profundizaciones teológicas, que la Virgen María, porque es la Madre de Jesucristo el misericordioso, es también nuestra Madre llena de misericordia.
En efecto: toda la vida de María, a la luz del misterio de Jesucristo, fue un aprendizaje misericordioso: así, el misterio de la Encarnación, revela la gran misericordia del Verbo que se hace hombre como nosotros, al calor del corazón de María por obra del Espíritu Santo. María es Madre de la Misericordia visitando a su prima Isabel; igualmente, en las bodas de Caná de Galilea y acompañando la vida pública de Jesús, cuando incluso la quieren hacer creer que su hijo está loco o endemoniado. María es Madre de Misericordia a los pies de la cruz de Jesucristo, manifestando toda su ternura de madre.
María es Madre de Misericordia cuando perdona a Pedro que niega su Hijo, y también a Judas el traidor y a los que crucificaron a Cristo. En su interior, repite con su Hijo: “Padre, perdónalos…” María, finalmente, se mostró como Madre llena de misericordia, acompañando a los discípulos, temerosos y cobardes, en el Cenáculo, antes de la venida del Espíritu Santo sobre ellos.
En María triunfó la Misericordia y el amor. Por eso, fue asunta al Cielo en cuerpo y alma, y coronada Reina y Madre de Misericordia. Y nos sigue acompañando, hoy y aquí, en nuestro peregrinar por este mundo hacia su Hijo. Y nos pide, no sólo practicar las obras de misericordia, sino tener un corazón lleno de misericordia.
¡Qué bien lo supo expresar igualmente el papa San Juan Pablo II, en la parte final de su preciosa encíclica Veritatis Splendor (n. 181). Nos recordaba el Papa que Jesucristo, el Hijo del Padre de la Misericordia entrañable, fue enviado para revelarnos precisamente el amor y la misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18). Él no vino para condenar sino para perdonar, para derramar su misericordia (cf. Mt 9, 13). Ningún pecado del hombre puede borrar la misericordia de Dios. Esta misericordia alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y hace posible una vida nueva. El Espíritu renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, 30), y posibilita el cumplimiento del bien. «Quien quiera vivir – nos recuerda san Agustín-, tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. Que no rehuya la compañía de los miembros».
Lo repetimos: “¡Jesucristo es misericordioso; la Iglesia es misericordiosa; María es Madre de Misericordia!”. Sí, María es Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y a toda la humanidad. La Virgen María comparte nuestra condición humana, nuestro caminar histórico. Por eso, comprende al hombre pecador y lo ama con amor de Madre. Nos comprende como nadie y nos ama. ¡Qué grandeza y qué bella noticia!
Queridas hermanas carmelitas: ¡Sed casa de Misericordia y de acogida, y comunidad de misericordia y de fraternidad! El mejor fruto y la mejor herencia de este año jubilar será la misericordia entre vosotras y para quienes se acerquen a vosotras. Así se lo pedimos al Espíritu Santo, por medio de la Virgen del Carmen, Madre de Misericordia. Muchas gracias, una vez más, por vuestra vida y misión contemplativa.
Gracias a vosotras, y mi reconocimiento al Padre Carmelita, Fray José Miguel de la Madre de Dios, brillante predicador en estos días de gracia de la Novena del Carmen. Nos acordamos, hoy, especialmente de nuestros enfermos, de nuestros difuntos y de nuestros bienhechores.
Durante este fin de semana, algunos jóvenes de la Diócesis, con el Delegado de Pastoral Juvenil y los formadores del Seminario Diocesano, partirán a Polonia para participar en la Jornada Mundial de la Juventud, presidida por nuestro querido Papa Francisco. Hoy y aquí les bendeciremos y los enviaremos para que vivan una experiencia muy gozosa y se conviertan en evangelizadores jóvenes de la Misericordia.
Finalizo inspirándome en una oración escrita por el papa San Juan Pablo II: “María, Madre de misericordia, cuida de nosotros para que no perdamos el camino del bien, para que crezcamos en la fe en Dios «rico en misericordia», para que vivamos en libertad y con alegría la Buena Nueva del Evangelio, y para que toda nuestra vida, como la tuya María, sea un himno de alabanza al Dios del Amor y de la Misericordia entrañables y de servicio a los más necesitados».
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo