Mi saludo cordial a todos los presentes, Sr. Deán y Cabildo catedral, sacerdotes, Sr. Alcalde y Corporación municipal, Autoridades militares, Cofradía de S. Sebastián, hermanas y hermanos.
Unidos por la fe en Jesucristo, os doy mi abrazo de paz, mientras conmemoramos al mártir San Sebastián, testigo de la fe en el siglo III. Nacido en Narbona y educado en Milán, oficial de la guardia pretoriana y encarcelado por confesar y practicar la fe cristiana, fue denunciado, juzgado y sentenciado a muerte. Llevado al estadio, le ataron a un poste y asaetearon dándolo por muerto. Rescatado por sus hermanos cristianos, volvió a ser condenado y murió azotado, siendo arrojado, primero a las cloacas de Roma y, después, recogido por sus hermanos en la fe, fue sepultado en las catacumbas de Roma. En esta fiesta, a la vez que conmemoramos a san Sebastián, Patrono de nuestra ciudad y venerado en la Iglesia universal, recordamos a todos nuestros mártires, en especial los del siglo XX y XXI.
Para nosotros, es motivo de alegría encontrarnos en la Catedral, para celebrar la Eucaristía, aunque limitados por la pandemia y por las estrictas normas que nos impiden reunirnos aquí a más de 25. La imagen atractiva y a la vez interpelante de San Sebastián, que hoy no podemos contemplar ante nosotros, habla de sufrimientos y persecuciones soportadas con fortaleza heroica por nuestros padres en la fe, los cristianos de las primeras generaciones. La venerada imagen nos recuerda las palabras de Tertuliano: «sanguis martyrum semen christianorum, la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos».
Pero la experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es característica sólo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino de todas las épocas. En el siglo XX, más que en el primer período del cristianismo, son muchos los que han dado testimonio de la fe con sufrimientos a menudo heroicos. Cuántos cristianos, no solo en España, que nos son bien conocidos, sino también en toda Europa y en los cinco continentes, durante los siglos XX y XXI, han pagado su amor a Cristo derramando su sangre.
En España, 13 obispos y un total de 7.000 sacerdotes, religiosos y monjas, junto a unos 15.000 laicos fueron muertos por odio a la fe, pronunciando a su muerte palabras de perdón. Por el testimonio de tantos testigos, conocemos cómo murieron entre grandes vejaciones y sufrimientos, confesando su fe gritando “viva Cristo Rey” y perdonando a quienes los conducían al martirio. Centenares de ellos han sido beatificados o canonizados. Durante las persecuciones romanas murieron unos 100.000 cristianos, ciertamente, pero en el siglo XX y XXI ha habido unos 3.000.000 de mártires, conforme a los estudios más recientes.
Estos hermanos y hermanas en la fe, que hoy junto a San Sebastián veneramos, constituyen un gran cuadro de la humanidad cristiana. Resulta un mural del evangelio de las bienaventuranzas, vivido hasta el derramamiento de la sangre: «Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 11-12). Con qué razón se aplican estas palabras de Cristo a San Sebastián y a los innumerables testigos de la fe acosados y martirizados, pero nunca vencidos por el mal.
Allí donde el odio parecía arruinar sus vidas, ellos confesaron que «el amor es más fuerte que la muerte». En los cinco continentes, hubo quien prefirió dejarse matar antes que renunciar a Cristo: Muchos sacerdotes, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, murieron permaneciendo junto a sus comunidades, religiosos y monjas vivieron su consagración hasta el derramamiento de su sangre, hombres y mujeres laicos proclamaron su fe, dando su vida por amor a los hermanos.
«El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). Se trata de una palabra de Cristo que el mundo rechaza, haciendo del amor hacia sí mismo el criterio supremo de la existencia. Pero los testigos de la fe, San Sebastián y todos los mártires, no mantuvieron su interés personal como valor superior al Evangelio.
Queridas hermanas y hermanos, esta es la hora en que también nosotros, mirobrigenses, hemos de expresar la fortaleza de nuestra fe. Por eso no podemos abandonarnos a nuestros propios deseos por lícitos que nos parezcan.
Hace un año justamente se reunía con nosotros en esta catedral el Nuncio Apostólico de Su Santidad en España. Quiso hacerse presente apenas unos días después de su llegada a España. Respondió a mi invitación por su compromiso con esta Iglesia particular de Ciudad Rodrigo. Quiso conocernos de cerca, visitó el Ayuntamiento, pasó mucho frío en la procesión, comió con los sacerdotes, se llevó una bella imagen de esta Ciudad y de esta diócesis. Desde entonces me ha preguntado por vosotros cada vez que nos hemos visto, se ha interesado amable y fraternalmente. Ha escuchado de manera atenta, conoce el parecer de algunos de vosotros a los que se ha dado voz, de muchos de vosotros me atrevería a decir. Yo os pido, os exhorto a confiar en la Iglesia y en su Jerarquía que sólo quiere el bien para todos sus hijos, en el Papa Francisco, en su Nuncio Apostólico, en la Conferencia Episcopal y si os queda algo, también en el Administrador Apostólico del Papa.
La confesión de nuestra fe nos lleva en estos momentos a confiar en la decisión del Papa Francisco, que interpreta definitivamente la voluntad de Dios sobre el porvenir de la Diócesis. La rebelión o la desesperanza son un signo de desconfianza en el poder que Cristo ha dado a su Iglesia: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Cristo, que ha sido el primero de los mártires, mirándonos a los ojos, como tantas veces lo hizo, nos dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis consuelo para vuestras almas”.
La historia de nuestros mártires merece por nuestra parte una admiración sin límites y una alabanza a Dios. Es la herencia de la cruz vivida a la luz de la Pascua, que nos enriquece y sostiene en tiempos de dificultad como los actuales.
Amigos todos, trabajemos para que siga viva en nosotros la memoria de San Sebastián, en los orígenes de la Iglesia, hasta los más recientes mártires. Transmitamos a las nuevas generaciones la fortaleza de la fe, para que de ella brote una necesaria renovación cristiana. Custodiemos nuestra esperanza como un tesoro de inmenso valor.
Con emoción, elevemos nuestra oración para que San Sebastián y la nube de testigos que nos rodean, nos ayuden a expresar con el mismo entusiasmo, nuestro amor a Jesucristo, que está siempre vivo en su Iglesia, hoy, ayer, mañana y siempre. Así sea.