Querido Don José, queridos sacerdotes, os saludo afectuosamente a cada uno de vosotros, en este encuentro de memoria y gratitud. Cada año por estas fechas, con ocasión de alguna de las fiestas litúrgicas, en las todas diócesis se celebran las bodas de plata o de oro sacerdotales. ¡Veinticinco o cincuenta años dedicados al ejercicio del ministerio sacerdotal! ¡Varias décadas, abrazados a Cristo resucitado, y también a Cristo crucificado! Es todo un acontecimiento que es necesario agradecer y celebrar unidos.
Este año, en nuestra Iglesia particular de Ciudad Rodrigo, un sacerdote celebra sus bodas de oro: D. Angel Rubio Corchete. Además, se unen a esta celebración los sacerdotes D. Martín Benito García y D. Francisco Antonio Hernández Sánchez, que no pudieron hacerlo el año pasado por causa de la pandemia. Por último, el Señor ha permitido que yo mismo cumpliera los cincuenta años de mi ordenación sacerdotal, realizada en julio de 1971, en el tiempo de gracia en que me ha enviado, por mediación del Papa Francisco, a compartir el sacerdocio con vosotros, queridos presbíteros de Ciudad Rodrigo.
Los cuatro sacerdotes os invitamos a dar gracias a Dios por el don del sacerdocio y por habernos otorgado la gracia de la fidelidad, habiendo ejercido el ministerio durante largo tiempo, en esta misma diócesis o en otras a las que fuimos enviados por nuestro obispo. Cada uno de los presbíteros Ángel, Martín y Francisco Antonio ha tenido un largo recorrido de servicio a las parroquias, dentro y fuera de la diócesis, de experiencias personales, de frutos pastorales y quizás también de algún fracaso. Todo forma parte del conjunto de obras que hoy presentamos con humildad al Señor y compartimos con todo el presbiterio.
En mi caso, también he tenido un largo y denso recorrido, menos conocido por vosotros. He pasado treinta y cinco años como sacerdote de Madrid, cuatro y medio como obispo auxiliar en la diócesis de Orihuela-Alicante, dieciséis como obispo de Ávila, y los dos años y medio últimos, por la divina Providencia y decisión del Papa, como Administrador Apostólico entre vosotros. Creo interpretar el sentimiento de los cuatro, diciendo que es un gozo inmenso haber podido llegar a este momento y de no tener palabras adecuadas para expresarlo. ¡Muchas gracias a todos por compartir estos momentos con nosotros!
La costumbre en nuestra diócesis es celebrar este acontecimiento en la fiesta de Jesucristo Sacerdote, que recuerdo con especial devoción por mi pertenencia a la diócesis de Madrid, con la que está muy ligada la fiesta. Hablemos brevemente de ella.
Fue promovida por José María García Lahiguera, natural de Fitero (Navarra), y trasladado con su familia a Madrid siendo niño, en cuyo seminario ingresó. En esta ciudad fue ordenado presbítero en 1926, con 23 años, más tarde ordenado Obispo auxiliar de Madrid, luego obispo de Huelva y finalmente arzobispo de Valencia. Murió en Madrid en 1989, a la edad de 86 años. Yo le conocí en sus últimos años de vida, cuando aún conservaba toda su energía interior, pero no así la física. Durante el Concilio Vaticano II, mientras se trataba el esquema De Sacerdotis, propuso la celebración de la fiesta, que fue apoyada por 194 padres conciliares y aprobada más tarde por la Congregación para el Culto Divino, en diciembre de 1971, hace ahora justamente cincuenta años. Por tanto, también la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote celebra este año sus bodas de oro.
La esencia de la fiesta litúrgica consiste en conmemorar a Cristo como Sacerdote. Es una imagen que desarrolla el autor de la carta a los Hebreos. Jesucristo es Sacerdote no porque ejerciera el servicio sacerdotal en el templo, junto a sacerdotes y levitas, sino porque el sacrificio de Cristo, realizado en la cruz, supera todos los posibles sacrificios. Y los supera por la singular característica del nuevo sacerdocio de Cristo: porque el sacerdote que lo ofrece es un hombre y a la vez Hijo de Dios. Porque la víctima ofrecida es humana y no animal, conforme a la prescripción levítica. Y también porque la víctima es el propio sacerdote. Sacerdote y víctima están unidos, por lo que este sacrificio tiene valor infinito. Por eso Jesucristo es, admirablemente, Sacerdote, Víctima y Altar.
Además, Jesucristo Sacerdote es mediador entre Dios y los hombres con características propias: es un ser humano, recibe una vocación divina, es consagrado por Dios, compasivo y misericordioso con los pecadores y ejerce el sacrificio por medio de la oración, para santificación propia y de los hombres, y para gloria de Dios.
El sacrificio de Cristo tiene como base el rito de Melquisedec, rey cananeo y sacerdote, que supera la mediación de profetas, reyes y sacerdotes judíos. Otra figura que le precede, la del Siervo de Yahwé, prefigura el sacerdocio de Cristo, al salvar a su pueblo por medio de su propio sacrificio.
Por último, la carta a los Hebreos presenta a Cristo como Sacerdote de la Nueva Alianza: Está elegido entre los hombres y ha sido constituido en favor de éstos para ofrecer dones y sacrificios por sus pecados. Cristo no se atribuye a sí mismo la gloria del Sumo Sacerdote, sino que se la otorgó Aquel que dijo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Su función mediadora es superior a todas las anteriores, y la realiza, sobre todo, con su propia muerte redentora.
La particularidad de su sacrificio está en que, mientras los sacerdotes debían ofrecer sus sacrificios diariamente, Jesucristo ha ofrecido al Padre una sola ofrenda, de una vez para siempre: el sacrificio de su propia vida en la cruz. Es lo más excelso del sacerdocio de Cristo, ya que Él, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, por su piedad filial. En efecto, Jesús en Getsemaní, en medio de una tristeza que le llevaba a la muerte, oraba diciendo: Padre mío, si es posible pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, si no quieres tú. Este es el modelo del sacerdocio ministerial que ejercemos nosotros. En la Eucaristía ofrecemos al Padre no sólo el cuerpo y la sangre de Cristo, sino también nuestra propia existencia, en la que no falta el sufrimiento, el desgaste diario, la soledad.
Además, Cristo nos hizo partícipes de su sacerdocio, atrayéndonos a su propio sacrificio. Cuando yo sea elevado, atraeré a todos hacia mí. El Señor nos ha vinculado a su sacrificio en la fracción del pan (haced esto en memoria mía); en la cruz, sintiéndose abandonado, y en la hora suprema al entregarse al Padre (a tus manos encomiendo mi espíritu). Después, se ha entregado a la Iglesia por medio del Bautismo, alcanzando a los fieles el sacerdocio real. Todo bautizado participa del sacrificio de Cristo. Sin embargo, desde el siglo III, con san Cipriano y san Hipólito, se atribuye el nombre de “sacerdote” únicamente a los presbíteros, que participamos de manera especial en su sacerdocio y ofrecemos el sacrificio de la Misa in persona Cristi. Nuestro sacerdocio ministerial es signo del Buen Pastor, que guía a su rebaño y da la vida por sus ovejas.
Así, nosotros somos sacerdotes prolongando el sacerdocio de Cristo por la Palabra, los sacramentos especialmente la Eucaristía, y en la entrega plena de nuestra existencia como pastores, guiando al rebaño y buscando la oveja descarriada, que con misericordia colocamos en nuestros hombros.
Queridos sacerdotes: el misterio de nuestro sacerdocio no puede quedar en un simple conocimiento. Hemos de llegar al asombro por el don que Cristo nos hace al prolongar en nosotros su Persona y su misión en el mundo. No podemos ejercer el ministerio solo con un conocimiento académico de Cristo. La clave de nuestro ministerio está en nuestra relación afectiva con Jesús. Así como su palabra y su capacidad para los milagros provenía de su oración y su intimidad con el Padre, así también de esta relación afectiva y amorosa ha de brotar en nosotros el anuncio del Evangelio, la administración de los sacramentos y el cuidado personal de los más vulnerables. Este núcleo íntimo, hermanos sacerdotes, hemos de cultivarlo como el tesoro que sostiene nuestra vida de presbíteros.
Celebremos hoy nuestro sacerdocio sabiéndonos familia, fraternidad sacerdotal. Ojalá que la espera del futuro Obispo, sea exclusivo o no, conforme a la voluntad del Papa Francisco, no nos lleve a olvidar el valor de la comunión en el presbiterio. Si el Papa a mí me envió a vosotros en una situación de cierto distanciamiento, por razones que ya hemos olvidado, no sería oportuno que esta distancia apareciese precisamente cuando esperamos el encuentro con el nuevo Pastor de la Diócesis. La razón de nuestra unión, más allá de la diferencia de criterios personales, se fundamenta en que todos hemos recibido y participamos del mismo y único sacerdocio de Cristo Cabeza y Pastor.
Pidamos a Santa María madre de la Iglesia, por los sacerdotes que hoy celebramos nuestras bodas de oro y por todo el presbiterio de Ciudad Rodrigo: que ella nos alcance una vida de intimidad con Cristo y de unidad entre nosotros, fecunda como la suya, en nuestro servicio sacerdotal.