Querido D. José María, D. Ricardo y D. José Luis, queridos sacerdotes. Os saludo muy cordialmente a cada uno de vosotros, miembros del presbiterio diocesano en este encuentro de memoria y gratitud. Habéis celebrado en la fiesta de san Juan de Ávila el aniversario de los 25, 50 y 60 años de ordenación sacerdotal y ahora el Sr. Obispo ha querido invitarme a este 50 aniversario de mi ordenación sacerdotal, en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Antes de nada, quiero agradecer a Don José María esta invitación y a todos, especialmente a D. Ricardo y José Luis, vuestra presencia. También, felicitar a cuantos habéis celebrado las bodas de plata, oro y diamante. En total veintiún sacerdotes. Un número muy notable. ¡Veinticinco, cincuenta o sesenta años abrazados a Cristo resucitado y también a Cristo crucificado! Es un acontecimiento que merece ser celebrado.
Cada uno de vosotros tiene una larga historia de servicios a la diócesis de Ávila en múltiples tareas, con las dificultades y las crisis superadas, gracias a Dios. Un camino de dones recibidos, de experiencias personales, de frutos pastorales y quizás también, de algún fracaso. Todo forma parte del ministerio, que comenzó con nuestra ordenación sacerdotal, gracia extraordinaria e inmerecida, que se ha prolongado en fidelidad durante décadas. Nos sentimos plenamente agradecidos al Señor, a su Iglesia y al Obispo que nos ordenó.
En mi caso, he vivido un largo periplo, no sólo por la edad, ya avanzada. Fui incardinado en Madrid por el Arzobispo Morcillo y ordenado en Valladolid por D. José García Goldáraz, con dimisorias del Cardenal Tarancón. Pasé treinta y cinco años como sacerdote de Madrid, cuatro y medio como Obispo auxiliar de Orihuela-Alicante, donde fui ordenado Obispo por Don Victorio Oliver. He vivido casi dieciséis años entre vosotros como Obispo y, finalmente, dos años y medio como Administrador Apostólico de Ciudad Rodrigo. Mi sentimiento es de honda gratitud a Jesucristo que me llamó, a la Iglesia particular de Madrid que me acogió, y a las Iglesias en que he ejercido el ministerio. Mi acción de gracias a cuantos colaboraron o sufrieron mi ministerio. Sinceramente no tengo palabras para expresar mi gratitud y mi indignidad, ni para pedir perdón por todos mis errores.
La celebración de mi aniversario tiene lugar en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Una devoción que pudo tener alguna forma excesiva de piedad, pero con raíces bíblicas, patrísticas y teológicas de gran valor. A partir del siglo XII se ha desarrollado una espiritualidad inspirada en el Corazón de Jesús. El culto a la persona de Cristo, que expresa la plenitud de su amor simbolizada en el corazón.
Toda la Escritura repite una verdad esencial: Dios es amor, y tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único. San Juan, preludia la pascua asegurándonos que Jesús, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo. Y, porque su naturaleza es amor, Dios pide también un culto y una religión basada en el amor: Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas sus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. El evangelista afirma que la nueva Alianza se realiza en el amor de Jesucristo, de quien manó sangre y agua. La sangre, precio de nuestra redención simboliza la Eucaristía, y el agua, don del Espíritu, es símbolo del Bautismo.
San Agustín nos recuerda que el costado abierto de Cristo es la puerta de la vida: la herida del costado es la puerta, y el corazón, la meta, el santuario donde encontramos el amor para vivir en caridad.
Esta espiritualidad, basada en el amor, produjo imágenes como la Iglesia esposa, que nace del corazón de Cristo, la veneración de su sagrada humanidad, el deseo de reclinar la cabeza sobre su costado, la contemplación amorosa del Crucificado, la devoción a las cinco llagas, etc. Y se desarrolló en las escuelas de espiritualidad premostratenses y cistercienses, benedictinos, franciscanos, jesuitas, etc. En el siglo XVIII, la devoción al corazón de Jesús pasó de las órdenes religiosas a la devoción popular, con la contribución sobre todo de Claudio de la Colombière y Alfonso María de Ligorio. Cerca de nosotros está el Santuario de la Gran Promesa de Valladolid (y aquí su Arzobispo), aprobado por Pío XI en 1933 con ocasión del 200 aniversario de la Gran Promesa hecha por Cristo al Beato Bernardo de Hoyos, jesuita vallisoletano: “Reinaré en España y con más veneración que en otras partes”. También el Cerro de los Ángeles es un lugar de devoción y consagración al Sagrado Corazón, en el que hemos participado la Conferencia Episcopal.
¿Qué aspectos de la espiritualidad del corazón pueden ayudarnos a la vida del presbítero?
En primer lugar, el Corazón de Jesús nos muestra la posibilidad de interpretar nuestra vida sacerdotal a la luz del amor de Cristo. Si Dios se revela como Padre lleno de amor, su presencia en nosotros es acogida no tanto como misterio que sobrecoge, cuanto como un latido del corazón que sostiene nuestra vida a la hora del gozo y del cansancio. Las imágenes de Oseas nos hablan de cercanía y amor materno: Fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para darle de comer. Mi corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas.
Además, la primera ley del corazón es la necesidad de la unión. La historia de nuestra salvación es la contemplación de la iniciativa divina y la colaboración humana hasta alcanzar la unión con Cristo. Las imágenes de alianza y matrimonio o las de cuerpo, vid y templo, nos llevan a la intimidad de la unión entre Cristo y su Iglesia, a la intimidad entre Cristo y cada uno.
Jesús también nos invita a vivir en permanente unión con Él: permaneced en mí, permaneced en mi amor. Esta comunión requiere del presbítero la dimensión de interioridad en su vida. El sacerdote puede acercarse a la llaga del costado de Cristo, penetrar en el santuario del Corazón para bucear en su infinito amor. La oración diaria del sacerdote mantiene vivo este sentimiento consolador y motivante.
Por otra parte, el encuentro entre el sacerdote y el amor de Cristo tiene un efecto transformante. Nuestros místicos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz son un ejemplo cercano. Los poemas de la Santa expresan el deseo de transformación del alma: Dadme muerte, dame vida, dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, que a todo digo que sí; o el más conocido: Vuestra soy, para vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí? Y también: Si el amor que me tenéis, Dios mío es el que yo os tengo, decidme: ¿en qué me detengo? ¿O vos, en qué os detenéis? O el poema inspirado en el Cantar, que lleva a la entrega plena: Ya toda me entregué y di, y de tal suerte he trocado que mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado. O el más conocido de todos: Este dardo me parecía meter en el corazón y que me llegaba a las entrañas.
Los poemas de Juan de la Cruz, plenos de sentido y belleza versan sobre la unión con Cristo: Vuélvete, paloma, que el ciervo vulnerado por el otero asoma al aire de tu vuelo, y fresco toma; o: Gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura al monte o al collado do mana el agua pura; entrémonos más adentro en la espesura. O la unión con Dios en la negación espiritual: ¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que el alborada! ¡Oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada!; Y también: Qué bien se yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. O sobre la íntima unión del alma con Dios: ¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro! O el relato de un éxtasis: “Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Y también: Tras de un amoroso lance, y no de esperanza falto, volé tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance. O la tristeza de Cristo al verse olvidado por su Iglesia o por el alma: Un pastorcico solo está penado, ajeno de placer y de contento, y en su pastora puesto el pensamiento, y el pecho del amor muy lastimado.
Además, al participar el sacerdote en la comunión de amor con Cristo se abre a la dimensión misionera, entendiendo nuestra vida como una salida permanente a la comunidad y al mundo, necesitado de fraternidad, como exhorta reiteradamente el Papa Francisco. Acercándose al corazón de Cristo, Juan se convirtió en el apóstol predilecto, y acercándose al costado abierto de Jesús resucitado, el incrédulo Tomás confirmó su fe.
Queridos hermanos sacerdotes, descubramos en nuestro ministerio sacerdotal el amor de Cristo que restaura y llena de vida: en la acción caritativa y social, en los rostros afectados por la pandemia, en los sacramentos del perdón y la unción, y sobre todo en la Eucaristía. Es la invitación que Jesús nos ofrece al hacer memoria de nuestra ordenación. Vivamos el amor de Dios como algo esencial e imprescindible en nuestra vida y en el combate diario de nuestros fieles.
Finalmente, sea el Corazón de María nuestro modelo en su relación con el Corazón de Jesús. También ella, conforme a la profecía de Simeón, padeció la experiencia espiritual de la herida del corazón: ¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma! Corazón de María y Corazón de Cristo han de guiar, sostener y fortalecer el servicio diario de entrega y amor desde nuestro propio corazón.