Mi saludo a todos los presentes en esta solemnidad de María Inmaculada: a mis hermanos del Cabildo, a las personas de vida consagrada, a cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas; y en especial a vosotras, mujeres, en la festividad de la Mujer que estuvo dotada de todas las virtudes: la humildad, el servicio, la santidad de aquella a quien los cristianos orientales laman Panagía, la Toda santa. Felicidades a todos en esta fiesta de María Inmaculada, que tanta alegría y esperanza genera siempre en nosotros.
Santa Teresa la describió de este modo en una de sus visiones: “Era grandísima la hermosura que vi en nuestra Señora, aunque por figuras no determiné nada particular, vestida de blanco con grandísimo resplandor, no que deslumbra, sino suave. Al glorioso San José no lo vi tan claro, aunque vi que estaba allí, como las visiones que he dicho que no se ven. Parecíame nuestra Señora muy niña” (V 33,15). Pues bien, de esta “Señora muy niña” celebra hoy la Iglesia su Inmaculada Concepción.
De las lecturas que acabamos de escuchar, comentamos tres puntos:
1.- La serpiente me engañó y comí (Gn 3,15).
El libro del Apocalipsis presenta a la serpiente como un dragón rojo enfrentado con la Mujer, que dará a luz al Salvador. El libro del Génesis que ahora hemos escuchado, la presenta como serpiente que engaña a nuestros primeros padres. En otros momentos se habla del dragón, sin dar detalles de su aspecto, pero siempre como un ser maligno y poderoso, un enemigo de Dios y del hombre, que no cesa de intrigar y de hacer daño. S. Pedro, en su carta, dice de él que es como un león rugiente que merodea en busca de alguien a quien devorar. El Papa Francisco habla frecuentemente del demonio, como promotor del mal en el mundo y particularmente en la actualidad. Parece que lo vemos en tantas manifestaciones públicas, que pasan por ser avances y progreso de la humanidad. Vigilemos atentos, usemos el discernimiento y cuidemos nosotros de no ser su alimento.
Su acción maléfica sigue presente en la Historia, la maldad alcanza tales límites que sólo encuentra explicación en la influencia de un ser diabólico. Cada momento de la historia ha ido acompañada de tiempos recios, como los describió Santa Teresa, o de tiempos convulsos, como los actuales. Ignorar su existencia, envueltos en la cultura dominante, y desconocer su poder es la mejor manera de caer en sus redes. El pecado es una realidad que persiste desde la caída de Adán y Eva, aunque hayamos perdido la noción de su existencia. Gran parte de la sociedad vive como si Dios no existiera, y en consecuencia, ausente de toda moralidad y de toda posibilidad de pecar. Sin embargo, el pecado es, ante todo, una honda realidad, una ofensa contra el amor de Dios; y, como el primer pecado, consiste en una desobediencia, en una rebelión contra Dios por el deseo de hacernos como dioses, independientes, con un ego superlativo que pretende determinar con nuestra mente cuál es el bien y el mal. El pecado es amor a nosotros mismos hasta llegar al desprecio de Dios. Y por esa exaltación orgullosa de nosotros mismos, el pecado es radicalmente opuesto a la obediencia de Jesús, que con su humildad nos alcanza la salvación. En esta solemnidad, pedimos al Señor que nos purifique y nos sitúe en la senda de la santidad, por donde caminó María desde el primer instante de su concepción. Esta fiesta nos invita, ante todo, a recibir la bondad, la misericordia y el perdón de Dios nuestro Padre.
2.- Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes (Ef 1,3).
En esta maravillosa doxología, San Pablo se desborda en sentimientos de gratitud y alabanza a Dios por todos los beneficios que tan generosamente ha recibido. El himno se dirige en primer lugar a Dios Padre, como fuente de todas las gracias concedidas a los hombres. El Padre nos ha elegido y nos ha predestinado. Desde toda la eternidad, en un acto singular de amor, nos ha elegido para ser sus hijos y, en consecuencia, para mantenernos en su presencia, “santos e inmaculados”. Santos, porque nos ha separado del mal para consagrarnos a Dios –esto significa santidad-. E inmaculados, como las víctimas de los sacrificios en el templo, que debían ser animales “sin mancilla”, perfectos. Así, nosotros participamos en Jesucristo, de una santidad interior y verdadera, que nos regenera y renueva, la única que transforma, capaz de agradar a Dios. La indulgencia plenaria que hoy recibimos nos devuelve a la santidad primera.
Y a nuestra elección por el Padre, le sigue la predestinación a ser sus hijos por medio de Jesucristo. El Señor nos ha elegido y predestinado. La filiación divina, que se había prometido ya en el Antiguo Testamento, ahora se realiza en nosotros por medio de Jesucristo, y en el futuro se consumará en la gloria, donde se manifestará lo que realmente seremos: semejantes a Él.
El fin de nuestra adopción y nuestra predestinación no es otro que la glorificación de la benevolencia con que Dios nos ha concedido todos los bienes que nos ha otorgado por medio de Jesucristo, brillando de tal modo que causarán admiración de los hombres y de los ángeles.
También Pablo era consciente de la existencia del diablo, de su acción maléfica. Por eso dice que nuestra lucha es con los poderes del infierno, incluso confiesa que un ángel de Satanás le abofetea. Pero al mismo tiempo está persuadido del poder total de Dios, del valor infinito del sacrificio redentor de Jesucristo, en el que recibimos toda clase de bendiciones para ser santos, y predestinados para ser sus hijos.
El Príncipe de este mundo es poderoso, pero mucho más lo es el Príncipe de la paz. San Pablo estaba persuadido de que nada ni nadie podría separarle del amor de Cristo, ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución. Por eso exclama que todo lo puede en Aquel que le fortalece. Y aunque sabe que lleva su tesoro en vasija de barro, no se desanima y pelea continuamente, corre para no quedar descalificado, camina con determinación. Puesto que también nosotros somos débiles, queridos hermanos, tenemos la seguridad de que en Jesucristo está la salvación. Para eso hemos sido elegidos y predestinados a la santidad y a la gloria.
3.- Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo (Lc 1, 28)
La narración de la anunciación puede considerarse como el compendio de la vida y del destino de María, desde el primero al último instante de su vida terrena: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Fiat. Es la declaración solemne de María, que debería transformarse en el objetivo de cuantos nos adherimos al plan de Dios: siervos inútiles para hacer su voluntad. Esto mismo acabo de contestar al Papa cuando en su carta me da repetidamente las gracias por mi labor “nada fácil” –dice en él- en la diócesis de Ciudad Rodrigo. Santa Teresa expresa esta actitud en versos bien conocidos, que hacemos nuestros: “vuestra soy, para vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?”.
Hay otra frase, además, en el relato de la anunciación que merece ser destacada. Coincide con la traducción de “llena de gracia”. Se trata de un verbo pasivo (kejaritomene, en griego), que podemos llamar “teológico”, porque tiene como sujeto a Dios mismo: “Alégrate, María, Dios te ha colmado de gracia”, has sido colmada de gracia por Dios. Primero interviene Dios, que va delante, que “primerea” –en expresión del Papa-. Dios está en la raíz de una vida totalmente “inmaculada”, sin mancilla, sin pecado alguno; es decir, plenamente consagrada al Reino de Dios: esta vida sin pecado, sin mancha se debe a la iniciativa del amor de Dios. Ahora María, llena de gracia, está plenamente disponible para acoger el designio de Dios, anunciado por el ángel: ser la madre de Dios. En este mismo momento la niña María, acogiendo la palabra de Dios, se convierte en su colaboradora, para poder ofrecer la salvación a la humanidad entera.
En Santa María, queridos hermanos, está el inicio de nuestra salvación, de ella nace Jesucristo, el vencedor del Maligno. Ella ha sido la elegida por Dios para ser su madre. En ella pensó desde la eternidad como pieza clave de la redención de la humanidad. Para eso la colmó con su gracia y la hizo inmaculada desde el momento de ser concebida, sin que la mancha del pecado original empañara el brillo de su grandeza. Fue la excepción de la regla, según la cual todos los descendientes de Adán participamos de su pecado.
El pueblo cristiano español se pronunció abundantísimamente en favor de esta verdad antes de que la Iglesia, por medio del Papa Pío IX y los Obispos, se pronunciaran solemnemente en 1854. Entonces fue declarada como dogma, que, aunque no aparece expresamente en la Escritura, se contiene implícitamente en el relato de la promesa de redención por medio del descendiente de la Mujer (“uno de tu descendencia te aplastará la cabeza”). Y en el saludo de Gabriel a la Virgen: “llena de gracia”. El recuerdo vivo de estos hechos nos llena de alegría, y de amor a nuestra Madre inmaculada.
Hermanas y hermanos, que en esta fiesta nos sintamos regenerados por la gracia de Jesucristo, quien llega a nosotros por medio de la Madre. Que la santísima Virgen sea para nosotros modelo y ayuda en nuestro caminar. Y que nuestro camino a la santidad sea llevado con determinación, en conjunto, sinodalmente, según el programa trazado por Francisco para todo este milenio. Así sea.