Mi saludo cordial al Presidente y miembros del cabildo y a cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas. Nos hemos reunido para conmemorar a nuestros fieles difuntos. Ayer nos juntábamos en este mismo templo para celebrar la gloria de todos sus hijos bienaventurados en el cielo. Hoy nos reunimos de nuevo para orar por las almas de todos aquellos que nos precedieron en el sueño de la fe y ahora duermen en la esperanza de la resurrección, y por todos los difuntos desde el comienzo del mundo, cuya fe solo Dios conoce, a fin de que, purificados de toda mancha de pecado, puedan gozar definitivamente de la dicha eterna.
La Palabra que acabamos de escuchar es rica en pensamientos y sentimientos en torno a la muerte de nuestros seres queridos. Yo voy a elegir alguna de estas frases, que iluminen y alienten nuestra esperanza en el momento actual que nosotros vivimos.
La Primera: “Estoy desolado. Recordar mi aflicción es como veneno”. Corresponde al profeta Jeremías que está viviendo de cerca la caída de Jerusalén en alguna de las invasiones que ha vivido que produjeron la invasión de sus murallas, la destrucción de la ciudad y del templo, impidiendo toda vida social y religiosa de la ciudadanía. Nosotros hoy también traemos a nuestra memoria la muerte de nuestros familiares y amigos, acaecida en nuestras familias: padres, hijos, abuelos, familiares más queridos. Traemos especialmente los fallecidos por causa de la COVID 19, cuya imagen se nos ha hurtado deliberadamente. En estos meses han desaparecido de los MCS, pero no podrán desaparecer de nuestras mentes y de nuestros corazones: más de 50.000 en España, más de un millón en el mundo, varias decenas en nuestra diócesis. Un amigo, regente de una funeraria, me decía que en un solo día les llegaron 800 féretros procedentes de los hospitales de Madrid. También nosotros hemos vivido la desolación, y mantenemos en nuestros sentimientos, algo parecido al veneno que produce la muerte. Este día de nuestros fieles difuntos, va acompañado necesariamente del sentimiento y del temor a nuestra propia muerte, la realidad más importante de nuestra existencia, que hoy se nos invita a vivir con la serenidad y la esperanza que nos produce la visión cristiana del paso definitivo de este mundo a las manos de Dios.
“Pero la bondad del Señor no se agota, no se acaba su misericordia”, continúa en sus Lamentaciones Jeremías. Es la segunda palabra. Ante la indefensión del pueblo y la supremacía de los ejércitos invasores, el Profeta solo podía confiar en la intervención divina. Sus reyes han procedido desacertadamente, han olvidado a Dios y la inmoralidad de sus vidas ha provocado injusticias sin número y el desastre nacional. Nosotros, queridos hermanos, hemos vivido sentimientos semejantes, que perduran en nosotros a pesar del interés deliberado porque las imágenes negativas de los acontecimientos que hemos vivido no dañen nuestra sensibilidad y nos mantengan en un vivir adormecido. Nosotros, creyentes, confiamos, fundados en la fe y esperanza del Señor, en su auxilio divino. “No temáis, no se turbe vuestro corazón”. Hoy nos lo repite Jesús y nos lo han recordado los últimos papas. Últimamente, nuestro Papa Francisco en la celebración del Viernes Santo, en una Plaza de San Pedro vacía y desolada, solo acompañada por la lluvia, hacía presente la gran tormenta que los discípulos sufrieron en medio del lago. En medio de una gran turbación, la Palabra de Jesús penetraba en sus vidas: “Hombres de poca fe, por qué teméis, yo estoy con vosotros”, yo estoy a vuestro lado. Y con su poder, manda calmarse a las olas y al viento. Oremos hoy al Señor, no expulsemos de nuestra vida social a Dios. San Pablo nos recuerda que “en la vida y en la muerte somos de Dios”. Ningún dueño mejor, más fuerte y más seguro que el Señor, puede darnos firmeza en los momentos de desolación.
“No se turbe vuestro corazón. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Voy a prepararos un lugar”. Corresponde estas terceras Palabras al Evangelio de Juan que hemos escuchado. Jesús las pronuncia a punto de marchar al cielo. Al final de su corta vida entre los discípulos, Jesús les consuela y les anima. Él les asegura que el final de la existencia no está en este mundo. Que la separación física de sus vidas no es definitiva, solamente provisional. Jesús vuelve al Padre para prepararnos un lugar. Sin su redención, vida, muerte y resurrección, nosotros habríamos sido incapaces de alcanzar la vida eterna, una vida que no termina a pesar de las apariencias. Uno de los frutos más importantes de la acción salvadora de Jesús ha sido hacernos partícipes de su misma vida divina. Y la vida de Dios no termina. La vida de Dios transforma nuestra propia existencia y le da características de eternidad. Como si de una segunda vivienda se tratase, Cristo nos asegura que el Padre tiene preparada, junto a sí, una casita para nosotros. Allí hay muchas moradas y Jesús se adelanta para prepararnos adecuadamente este lugar. Él se despide de los suyos, pero les asegura una convivencia definitiva con Él: “Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros”. Su muerte y su Resurrección nos han conseguido la plenitud de nuestros deseos: superar la muerte con una vida sin fin, con una vida plena y eterna junto a Dios. La esperanza nos lleva, queridos hermanos, al encuentro con Cristo después de nuestra muerte y a la convivencia sin medida con todos aquellos que nos han abandonado. Allí nuestras familias se reunirán de nuevo, los fallecidos en esta pandemia habrán recuperado la plenitud de la salud, y quienes vivieron dramáticamente por causas de terrible enfermedad o en pobreza absoluta, gozarán de la entera salud y felicidad. Esta es nuestra esperanza segura, fundada en la promesa de Jesús, que no puede fallar.
La última Palabra proviene de una pregunta que el Apóstol desconfiado, Tomás, le hace a Jesús ante la invitación fantástica que les acaba de hacer. “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Tomás pretende conocer con seguridad el lugar de esa futura morada prometida y, mucho más, el camino para alcanzarla. Y aquí viene la respuesta de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”. A Jesús sus discípulos le habían conocido abundantemente. Sabían que solo su poder cura a los enfermos, a los leprosos, a los abandonados y a los pecadores. Lo han visto repetidas veces hasta la saciedad. Le han oído decir que “el Padre había puesto todo en sus manos, que de Dios había venido y Dios volvía”, Habían escuchado de su boca confidencias como esta: “Hijitos, me queda poco de estar con vosotros… os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros”. A Jesús le habían escuchado decir, antes de resucitar a su amigo Lázaro, “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Ante esta afirmación tajante, Jesús había preguntado a Marta, la hermana de Lázaro: “¿Crees esto?” y Marta la respondió: “Si, Señor, yo sé que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”. En estos momentos también nosotros hemos de confesar a Jesús, Hijo de Dios, que murió y está sentado a la derecha del Padre, y que ha de venir a juzgar a vivos y muertos y que su Reino no tendrá fin. El Camino para ir al Padre no es otro que Jesús mismo: nuestra fe y confianza en Él, y nuestro modo de vida integrado en el suyo. El mandato nuevo, el amor de unos a otros, la entrega y el servicio a los demás, la sensibilidad ante las personas que sufren y precisan de nosotros, la solidaridad humana, la actitud de vivir todos como hermanos, tal como nos acaba de recordar Francisco en su última encíclica, éste es el camino para llegar al Padre, esta es la verdad de nuestra existencia.