Sr. Deán, Cabildo catedral, hermanos y hermanas: recibid mi saludo y mi felicitación en este primer día del año. Comencemos el año nuevo con la alegría y esperanza de quienes estamos convencidos de la compañía y la bendición de Dios. El Señor nos protege.
El primero de enero de 2021 Dios nos ofrece la bendición que los sacerdotes de Israel impartían al pueblo al comienzo del nuevo año: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz”.
¿Qué es bendecir? Bendecir es decir bien, anunciar, desear un bien a una persona, a un objeto, a un lugar; desear toda clase de bienes y dones. Dios nos felicita el año nuevo bendiciéndonos. Jesús, presente en la Palabra que hemos proclamado y en el sacramento de la Eucaristía que celebramos, es la gran bendición del Padre a la humanidad: ¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones! ¡Cuánto necesitamos la bendición de Dios en estos momentos! La humanidad entera gime con dolores de parto, asegura S. Pablo y se verifica en estos momentos, es la situación en que ahora nos encontramos. Pero también ahora descienden sobre nosotros las bendiciones divinas.
Esta forma de bendición de Israel se acerca a la piedad de los salmos: haga brillar su rostro sobre ti. Deseamos que el rostro de Dios ilumine nuestro propio rostro, frente a frente. Un rostro brillante o radiante es expresión de la bondad y benevolencia que aparecen al final de la bendición: te conceda su favor. En la bendición se desean toda clase de favores, y en particular el favor de la paz: Dios te conceda la paz. Paz y bendición son palabras que expresan los bienes de la salvación: los bienes del cielo y de la tierra, la salud del alma y del cuerpo, la felicidad sin límites, la vida, la alegría, la satisfacción de los anhelos más profundos del ser humano, la plenitud de todos ellos. Desear la paz, decir Shalom!, es desear a una persona todo el bien que se puede pensar y ofrecer. Es la paz que Cristo nos trae y el sacerdote nos comunica poco antes de darnos la Comunión.
El amor de Dios Padre alcanza a todos los hombres por su Hijo Jesucristo. El sacerdote que pronuncia la bendición sólo es un mediador; el autor de toda bendición es Dios. En nombre de Dios yo os bendigo hoy a todos y lo haremos con solemnidad al final de la Eucaristía. Bendición sobre cada uno de vosotros, vuestros hijos y vuestros padres, sobre los excluidos de la sociedad.
Como cada primero de enero, el Papa ha dirigido también este año una felicitación al mundo entero. En ella expresa sus deseos de paz para todos, con el lema: la cultura del cuidado como camino de paz. Francisco pretende que cuidemos a los demás, que nos cuidemos unos a otros como medio para alcanzar la paz.
Tristemente el año 2020 se ha caracterizado por la crisis de COVID-19, convertida en un fenómeno mundial, que agrava otras crisis derivadas como la económica, migratoria o climática, las cuales nos han causado grandes sufrimientos y penurias. Recordemos en primer lugar a los que han perdido a un familiar o un ser querido, o a los que se han quedado sin trabajo. Especialmente a los médicos, enfermeros, farmacéuticos, investigadores, voluntarios, capellanes y personal de los hospitales, que se han esforzado con gran dedicación y sacrificio, y algunos han fallecido por cuidar a los enfermos, por aliviar su sufrimiento o salvar sus vidas. El Papa renueva su llamamiento a los políticos y al sector privado para que adopten las medidas adecuadas a fin de garantizar el acceso de todos a las vacunas contra la COVID-19.
Duele constatar que, junto a numerosos testimonios de caridad y solidaridad, están cobrando un nuevo impulso diversas formas de nacionalismo, racismo, xenofobia e incluso guerras y conflictos. Se aprovecha la situación de confinamiento para aprobar leyes que olvidan el cuidado del hombre como la eutanasia o la ley de educación. No debemos olvidar la importancia que tiene cuidarnos unos a otros para construir una sociedad basada en la fraternidad. Por eso Francisco ha elegido como lema: La cultura del cuidado como camino de paz.
¿Cómo entender acertadamente este camino de paz? En primer lugar, hemos de poner nuestros ojos en Dios Creador, que es el origen de la vocación para cuidar a los demás. Dios nos ha cuidado y nos cuida siempre.
En el relato bíblico de la creación, Dios ya confía el jardín plantado en el Edén a las manos de Adán para cultivarlo y cuidarlo. Esto significa, por un lado, que el ser humano debe hacer que la tierra sea productiva y, por otro, que debe protegerla y hacer que mantenga su capacidad para sostener la vida.
El nacimiento de Caín y Abel dio origen a una historia de hermanos, cuya relación de custodia olvidó Caín al matar a su hermano. Esta es la respuesta que dio a Dios cuando le preguntó por Abel: «¿Acaso yo soy guardián de mi hermano?». Sí, ciertamente lo era, pero Caín no lo respetó y produjo el primer crimen de la humanidad. En este antiguo relato ya estaba contenida la convicción que actualmente tenemos del cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza.
La Sagrada Escritura presenta además a Dios no sólo como Creador, sino también como Aquel que cuida a sus criaturas, especialmente a Adán, a Eva y a sus hijos. La celebración de los Jubileos en Israel, cada cincuenta años, permitía dar una tregua a la tierra que quedaba todo el año en barbecho; a los esclavos, que eran liberados; y a los endeudados a quienes se perdonaban sus deudas. En estos años de gracia, se protegía la tierra y a los más débiles, ofreciéndoles una vida nueva, para que no hubiera pobres en la comunidad. Se cuidaban unos de otros y Dios de todos (Dt 15,4).
Pero es Jesús quien encarna el punto culminante del amor del Padre hacia la humanidad. En la sinagoga de Nazaret, Jesús se manifestó como Aquel que venía «para anunciar la buena noticia a los pobres, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, y para dejar en libertad a los oprimidos» (Lc 4,18). Estas acciones constituyen el testimonio más elocuente de la misión que el Padre confió a su Hijo. Cristo se acercaba a los enfermos del cuerpo y del espíritu y los curaba; perdonaba a los pecadores y les daba una nueva vida. Jesús era el Buen Pastor que cuida de las ovejas, el Buen Samaritano que se inclina sobre el hombre herido, venda sus heridas y se ocupa de él. Él cuida de las personas en sus necesidades concretas y en sus anhelos más profundos.
En la cúspide de su misión, Jesús selló su cuidado hacia nosotros ofreciéndose a sí mismo en la cruz y liberándonos de la esclavitud del pecado y de la muerte. Así, con el don de su vida y su sacrificio, nos abrió el camino del amor para poder decirnos a cada uno: “Sígueme y haz tú lo mismo”.
Después de Jesús, sus discípulos siguieron su mismo camino, practicando las obras de misericordia corporales y espirituales. Los cristianos de la primera generación compartían lo que tenían para que ninguno de ellos pasara necesidad. Ellos se esforzaban para hacer de su comunidad un hogar acogedor, abierto a las necesidades humanas, preparado para recibir a los más débiles. Se acostumbraron a hacer ofrendas para dar de comer a los pobres, enterrar a los muertos, sustentar a los huérfanos y a los ancianos. Así en la Iglesia, a lo largo de su historia, han surgido numerosas instituciones para el remedio de las necesidades humanas: hospitales, hospicios, orfanatos, hogares, refugios para peregrinos… y también centros de educación y universidades que impartan la asignatura del cuidado de los demás.
Porque el Papa también nos habla de cómo educar en la cultura del cuidado y ofrece algunos ejemplos: La educación para el cuidado nace en la familia, núcleo fundamental de la sociedad, donde se aprende a vivir en relación y en respeto mutuo.
Y, siempre en colaboración con la familia, otros sujetos de la educación por el cuidado son la escuela y la universidad, así como los agentes de la comunicación social: prensa, radio, televisión, redes sociales… Estos están llamados a transmitir los valores de la dignidad de cada persona y de los derechos fundamentales. La educación constituye uno de los pilares más justos y solidarios de la sociedad. Este es un buen campo de examen para quienes dirigen y ejercen los medios de comunicación social, a quienes saludamos en estos momentos.
Las religiones en general, y los líderes religiosos en particular, pueden desempeñar un papel insustituible en la transmisión a los fieles y a la sociedad de los valores de la solidaridad, el respeto a las diferencias, la acogida y el cuidado de los hermanos más frágiles. A este respecto, el Papa Pablo VI decía al Parlamento ugandés ya en el año 1969: «No temáis a la Iglesia. Ella os honra, os forma ciudadanos honrados y leales, no fomenta rivalidades ni divisiones, trata de promover la sana libertad, la justicia social, la paz; si tiene alguna preferencia es para los pobres, para la educación de los pequeños y del pueblo, para la asistencia a los abandonados y a cuantos sufren».
Queridas hermanas y hermanos, en este tiempo, en el que la barca de la humanidad, sacudida por la tempestad de la crisis, avanza con dificultad en busca de un horizonte más tranquilo y sereno, el timón de la dignidad de la persona humana y la “brújula” de los principios sociales fundamentales pueden permitirnos navegar con un rumbo seguro y común. Como cristianos, fijemos nuestra mirada en la Virgen María, Estrella del Mar y Madre de la Esperanza. Trabajemos juntos para avanzar hacia un nuevo horizonte de amor y paz, de fraternidad y solidaridad, de apoyo mutuo y acogida. Comprometámonos cada día y cada uno para formar una comunidad de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan unos de otros. Esta será la forma más adecuada de felicitarnos y desearnos todo lo mejor para el Año nuevo que comienza.