Queridos hermanos y hermanas:
Unidos a toda la Iglesia universal y a cuantos llevan en su cuerpo la muerte de Jesús, hemos comenzado nuestra celebración en profundo silencio, postrados con humildad y asombro.
La Liturgia nos sitúa al pie de la cruz junto a María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir toda su fuerza regeneradora. Hoy repetiremos con gran devoción:
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Porque con tu santa cruz redimiste al mundo. Esta es la hora de la redención del mundo.
Hemos escuchado: Mirarán al que atravesaron. ¿A quién vemos nosotros? Aun hombre con el rostro desfigurado: Ecce Homo. A un hombre con el corazón abierto por el que brota el amor de Dios y la salvación a la humanidad. Es el Hijo de Dios que tomó sobre sí el pecado de muchos y nos mostró el camino de retorno a la casa del Padre. Es el buen Samaritano, pues sus heridas nos han curado. Es el Buen Pastor, ya que cuando todos errábamos como ovejas descarriadas, el Señor cargó sobre Sí todos nuestros crímenes.
Sólo el amor explica el misterio de la Redención que celebramos esta tarde. Porque mediante la pasión y la muerte de Cristo, el hombre conoce cuánto le ama Dios, y, el hombre, a su vez, es inducido a amarlo: en tal amor consiste la perfección de la salvación humana –comenta Sto. Tomás de Aquino-.
Dejémonos atraer esta tarde por la fuerza de la Cruz y conquistar por el amor de Dios: Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,32) –nos asegura Jesús-. Que cada uno de nosotros acoja esta certeza: Cristo me amó y se entregó por mí. ¡Yo soy amado por Cristo! Que nadie se sienta a sí mismo excluido del amor misericordioso de Dios.
No permanezcamos indiferentes como los soldados al pie de la cruz que jugaban a repartirse las vestiduras de Cristo. Cuántas veces en nuestra vida andamos distraídos mientras el Crucificado clama: Tengo sed. Busco consoladores y no los encuentro.
La pasión de Cristo va más allá de sus dolores y sufrimientos físicos: ¡Ay desdichado de aquel que de mi amor ha hecho ausencia! –comenta S. Juan de la Cruz-. Y la liturgia de hoy: Pueblo mío, ¿qué más pude hacer por ti?… Para mi sed me diste vinagre, con la lanza traspasaste el costado a tu Salvador.
Es imposible vivir ausentes del amor de Dios, como si no existiera, o conformados con una vida cristiana mediocre. Sólo Cristo, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué significa resistir con el pecado a su amor. He aquí la verdadera pasión de Jesús. El Amor no es amado, se lamentaba S. Francisco. Y Juan Pablo II recordaba a los jóvenes: Encontrar a Jesús, amarlo y hacerlo amar: he aquí la vocación cristiana. María se os entrega para ayudaros a entrar en una relación más auténtica, más personal con Jesús.
Durante la crucifixión, mientras los discípulos huyen, María permanece al pie de la Cruz con su Hijo. Cuando el sufrimiento se hace presente y muchos se rebelan o desesperan, la Madre del Crucificado está siempre a nuestro lado con el alma atravesada. Ella nos susurra con Cristo: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu, yo confío en ti, Señor. Entonces, descubrimos que en la Cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo (Santa Teresa de Jesús)
E inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Es el final de pasión. Ahora, cada cristiano, lleva con gozo en su cuerpo las marcas de Jesús. Las manos, los pies y el corazón están atravesados por el Soplo del Espíritu que reaviva el amor y la entrega a los otros.
Nosotros, después de orar por las necesidades de la Iglesia y del mundo, escucharemos la invitación a mirar y adorar el árbol de la Cruz donde estuvo clavado el Salvador del mundo: de manera que, mirándote, Señor, todo me convida a amor –confiesa S. Juan de Ávila-: el madero, la figura, el misterio, las heridas de tu cuerpo; y, sobre todo, el amor interior me da voces para que te ame y para que nunca te olvide en mi corazón. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Porque con tu santa cruz redimiste al mundo.