Queridos hermanos sacerdotes:
Mi saludo cordial para todos, queridos sacerdotes, reunidos para celebrar esta Misa crismal, afectada por los límites que nos impone la larga pandemia. Saludo igualmente a los sacerdotes que no han podido asistir. También saludo a todos los que nos siguen, enfermos y ancianos, a través de la retransmisión de la Delegación Diocesana de Medios. Entre todos formamos el presbiterio de la Diócesis. Me es muy grato celebrar este encuentro anual de tan gran significado. Me siento lleno de gozo al compartir con vosotros la solemnidad de los Misterios de Cristo en esta principal concelebración del Obispo con sus presbíteros. Día a día entregamos al Señor y a las comunidades lo mejor de nosotros mismos. En nombre propio y en el de la diócesis, os agradezco cuantas tareas realizáis y cuantos esfuerzos hacéis en servicio a la Diócesis, sabiendo que cada día se os exige atender y cuidar un número mayor de comunidades. ¡Muchas gracias a todos! Hoy, nos gozamos del don que Cristo nos ha hecho a nosotros para poder distribuirlo entre los fieles a nosotros encomendados.
La Misa crismal que hoy celebramos es la más grande manifestación de la plenitud sacerdotal del Obispo y un signo de la unión estrecha de los presbíteros con él. Aquí queda representado Jesucristo en la persona del Obispo, de quien se deriva la vida de gracia para los fieles. Os invito a todos, queridos sacerdotes, a participar en actitud agradecida al Padre, avivados por la fe en el misterio de nuestro sacerdocio.
El decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, que tantas veces hemos meditado y orado, fundamenta la comunión entre el Obispo y los Presbíteros: El mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, instituyó algunos por ministros, que poseyeran la sagrada potestad del orden y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo. El ministerio de los presbíteros, por estar unido con el Orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo. (Cfr PO 2).
Este es el misterio que celebramos en la Misa crismal: por el sacramento del Orden los sacerdotes hemos sido configurados con Cristo Cabeza, a quien representamos ante nuestras comunidades, un sacramento que hemos recibido por la imposición de manos del Obispo.
El principio de comunión en la Iglesia nace de Cristo, que nos vincula con el Padre y el Espíritu Santo. Y el camino por el que nos llega es la persona del Obispo, mediación imprescindible en nuestra comunión sacramental con Jesucristo. Hablamos de un misterio de fe que no solamente se vive en el fuero interno, sino que establece unas formas de vida social también comunitarias. Las relaciones de amistad y fraternidad de los sacerdotes entre si y con el Obispo son una derivación necesaria de esta realidad. La amistad, la comunicación continua con los demás hermanos nos fortalece y nos motiva en el ejercicio, a veces difícil, de nuestro ministerio. Yo os agradezco muy cordialmente la acogida y el apoyo que siempre me habéis dado como Obispo Administrador Apostólico.
La participación en el misterio sacerdotal de Jesucristo nos fue dada por la unción del Espíritu Santo, con el cual quedamos sellados con un carácter particular. Al Espíritu hemos hecho referencia en la proclamación del libro de Isaías: el Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Aquella misma unción que un día fue conferida a Isaías y después a Cristo, nos ha sido conferida en nuestra ordenación sacerdotal y permanece grabada como sello indeleble sobre nuestras manos. El misterio de nuestra unción y misión para evangelizar a los que sufren y vendar los corazones desgarrados, aflora esta mañana en nuestras vidas sencillamente, contemplando las palmas de nuestras manos. Hagámoslo. La distancia en el tiempo o la fatiga por el duro camino recorrido hasta el momento no disipan lo más mínimo la fuerza y el vigor con que el Espíritu penetró en el tejido de nuestras vidas. Aquí está, eternamente nuevo, cálido y profundo como el día de nuestra ordenación sacerdotal, el Espíritu del Señor que nos ha ungido y enviado.
En la sinagoga de Nazaret, es el mismo Cristo quien lo proclama: ante la admiración de la asamblea, que tenía los ojos fijos en Él, Él se puso a decirles: hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír. En nuestras celebraciones ordinarias los ojos de los fieles también se clavan en nuestro rostro, tratando de encontrar a Cristo, a quien representamos. Buscan en nosotros la imagen del Señor, impresa en nuestras vidas por la ordenación. En esto consiste nuestra identidad: en representar a Cristo, con quien hemos sido configurados gracias a la imposición de manos y a la unción del Obispo. Hoy, en esta celebración de la Iglesia particular de Ciudad Rodrigo, sentimos la frescura del rostro del Señor en nuestra imagen. Nos sentimos renovados por el crisma que permanece vivo en nosotros a pesar del paso del tiempo.
¿Cómo actúa Jesús en la vida del presbítero? El actúa en nosotros con una dimensión esponsal. Los presbíteros, que constituyen con su Obispo un único presbiterio, y participan del único sacerdocio de Cristo, participan –a semejanza del Obispo- de la dimensión esponsal con la Iglesia, significada en la ordenación episcopal por la entrega del anillo.
Esta participación en la vida divina se nos da por el sacramento y nos lleva a reproducir en nosotros las actitudes existentes en la vida de Jesús: el ministerio sacerdotal no es un instrumento de poder sobre la comunidad sino un modo de servicio a favor de todos. El sacerdote y el Obispo han de recordar siempre que el Señor y Maestro no ha venido a ser servido sino a servir, que se inclinó para lavar los pies a sus discípulos antes de morir en la cruz y de enviarlos al mundo. Cuando celebramos la Cena del Señor en jueves santo, nos arrodillamos a los pies de los fieles en el lavatorio. Este año no lo haremos por razones obvias, pero no podremos prescindir del espíritu de servicio que el rito significa.
A este modo de servir a nuestra comunidad le llamamos “caridad pastoral”, “amoris officium”. Recordemos que caridad pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo en la entrega de sí mismo y en su servicio. No es sólo aquello que hacemos, sino la donación de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente (PDV 23). En la caridad pastoral es el mismo Cristo quien se entrega en nosotros, Él enseña, santifica y dirige al pueblo de Dios por medio del sacerdote.
Como lo ha hecho Cristo, que amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella hasta el extremo, así lo hace el sacerdote. La vocación al ministerio sacerdotal es una respuesta al amor de Jesucristo y su Iglesia, que hoy actualizamos en la renovación de las promesas sacerdotales. Es así como renovamos nuestro ministerio sacerdotal como un oficio de amor (Cfr PDV 23).
Al vivir de este modo nuestro ministerio, se entiende que el presbiterio diocesano es una verdadera familia, cuyos vínculos no proceden de la carne y la sangre sino de la ordenación sacerdotal. Pero no sólo se trata de una relación espiritual, sino de una gracia que asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas, espirituales entre los sacerdotes; una gracia que se extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también materiales (PDV 74).
Es esta radical forma comunitaria la que constituye la naturaleza del ministerio ordenado y que puede ser ejercida sólo como una tarea colectiva. Cada sacerdote está unido a los demás miembros del presbiterio, gracias al sacramento del orden, con vínculos particulares de caridad apostólica, de ministerio y fraternidad (PDV 17).
Por eso, queridos sacerdotes, no debería ser posible la soledad entre nosotros. Basados en el principio de comunión del presbiterio diocesano, hemos de potenciar el cuidado de los otros, nos recomienda el Papa Francisco. En este sentido, la participación activa en el presbiterio diocesano, los contactos periódicos con el Obispo y con los demás sacerdotes, la mutua colaboración, la vida común o fraterna entre los sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad de los fieles laicos comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para superar los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede experimentar el sacerdote (PDV 74).
Volvamos ahora los ojos a la Santísima Virgen, Nuestra Virgen de la Peña, que ha respondido a la llamada de Dios, haciéndose sierva y discípula de la Palabra, hasta concebirla en su corazón para entregarla a toda la humanidad. Encomendémonos a la protección y al cuidado de San José, padre tierno y misericordioso que acompañó en todo momento a Jesús, y de quien Teresa de Jesús afirmaba alcanzar cuantas gracias le pedía. Pidámosle que nos proteja y sea nuestro custodio, que nos haga valientes en la obediencia a Dios como él, en los tiempos de espera de un nuevo Obispo para Ciudad Rodrigo. Pidámosle que provea a nuestra diócesis de un Obispo conforme al Corazón de Cristo y al designio del Papa. Pidamos por las vocaciones al sacerdocio. Sabemos que el futuro de nuestra diócesis depende en buena medida del número y calidad de nuestras vocaciones. Seamos testigos de nuestro ministerio presentando el sacerdocio como un modo de vida lleno de dignidad, válido para el joven de hoy y privilegiado por el amor del Señor. Lo pedimos a San José en este año jubilar:
Oh bienaventurado José / muéstrate padre también a nosotros / y guíanos en el camino de la vida. / Concédenos gracia, misericordia y valentía, / y defiéndenos de todo mal. Amén.