Querido hermano Vicario de pastoral, religiosas y laicos. Un saludo muy cordial a toda la Diócesis en esta fiesta de Pentecostés y en particular a vosotros, queridos laicos de los siete arciprestazgos. Habéis preparado esta fiesta durante la semana, presentando vuestras actividades de este curso pastoral en torno a “la Iglesia en salida. Soy una misión en esta tierra”. Enhorabuena por el buen trabajo realizado. Me siento feliz de poder celebrar esta gran solemnidad, aunque sea con los condicionamientos que nos impiden estar aquí todos juntos. Pero la falta de cercanía física acrecienta y fortalece los lazos espirituales de comunión.
Vivimos este Pentecostés de un modo diferente al de todos los años. El confinamiento ha condicionado nuestros actos desde hace muchas semanas. Todavía no podemos salir libremente y menos aún relacionarnos como quisiéramos para saludarnos y abrazarnos. En cambio, tenemos la ventaja de poder comunicarnos con medios telemáticos, como lo hacemos en estos momentos, y así vamos conociendo mejor estos medios.
Quizás por eso, la celebración de este año tiene mayores semejanzas con el primer Pentecostés. Es cierto que el misterio de la liturgia actualiza el acontecimiento de la venida del Espíritu Santo, pasando de ser un recuerdo de algo que pasó hace dos mil años, a ser un acontecimiento que se repite hoy con la misma realidad que el primero. En esto, todas las celebraciones se parecen a la primera.
Pero este año la fiesta tiene para nosotros otras semejanzas. Los Apóstoles, en efecto, se reunieron para orar con María, esperando el cumplimiento de la promesa que Jesús: que les enviaría un Abogado defensor, el Espíritu Santo.
Aquella clausura estuvo motivada además por el acoso de los judíos a los seguidores de Jesús, que confesaban su resurrección de entre los muertos. La venida del Espíritu actuó sobre ellos como un viento impetuoso, como lenguas de fuego que les impulsaron a salir ante una multitud asombrada, para anunciar con fuerza inusitada la presencia de Jesús resucitado y la salvación de los hombres.
El modo de vida nacida en Pentecostés fue el de una “Iglesia en salida”, entendida prácticamente. La misma Iglesia que Francisco viene proclamando desde que inició su pontificado. Para nosotros este Pentecostés va a coincidir con la salida del confinamiento que ya va para tres meses, mucho más tiempo que la clausura de los Apóstoles en el Cenáculo. Ahora bien, lo importante es que nuestra salida se parezca lo más posible a la salida de los Apóstoles. Si el Espíritu es el mismo hoy que entonces, también lo habrá de ser nuestra salida.
Si me permitís una confidencia relativa al Espíritu Santo, os contaré que mi madre, como seguramente a vosotros, me enseñó desde muy niño la señal de la santa cruz: “en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Pasando los años, el Padre y el Hijo fueron tomando en mi mente una forma definida, la de un padre y un hijo, mientras que la imagen del Espíritu quedaba difuminada. ¿Cómo imaginar realmente a alguien que era un “espíritu”? En las catequesis se nos ofrecía la imagen de una paloma, que no llegaba a alcanzar las dimensiones propias de la tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Más tarde, cuando san Juan Pablo II me otorgó el nombramiento de Obispo, transcurría el año 1998 que la Iglesia dedicó al Espíritu Santo, en espera de la celebración jubilar del año 2000. Elegí entonces como lema episcopal “poseemos las primicias del Espíritu”. Esta frase de San Pablo a los Romanos, nos lleva a la confesión de que el Espíritu Santo está ya presente y actuante en nosotros. Poseemos ya al Espíritu Santo, pero sólo como primicia de lo que después vendrá. Entre tanto, su presencia actuante crece en nosotros, templos del Espíritu Santo. Llenemos nuestra vida cristiana con la vitalidad y el gozo que nos otorga la presencia viva del Espíritu en nosotros.
Hoy el cirio pascual resplandece como las lenguas de fuego en la mañana de Pentecostés, y se extiende a cada uno de vosotros, diseminados por toda la Diócesis, derramando sus siete dones: el don de sabiduría, de inteligencia, de consejo, el don de fortaleza, de ciencia, de piedad y de temor de Dios. Siete, es decir, ¡la totalidad de sus dones!
Dejemos que penetren en nosotros, que nos moldeen y nos configuren. Y luego, dejémoslos libres para que salgan de nosotros y se expandan entre las personas de nuestra comunidad, como testimonio alegre y valiente, en los espacios que llenan nuestra existencia: la familia, el trabajo, la educación de nuestros hijos o de nuestros nietos… y en la construcción de la Iglesia, un poco deprimida actualmente. Esta salida se ha de convertir en misión: “yo soy misión” hemos repetido este curso pastoral; ha de convertirse en salida al exterior de nuestros carismas, que se difunden para edificar la Iglesia y la sociedad.
Os invito a sostener estos dones y tareas con nuestra oración y con los sacramentos. Hemos de luchar contra los males que nos afligen y que también nos han traído el coronavirus. La nueva vida ordinaria ha de estar adornada por los buenos propósitos que hemos hecho sufriendo la reclusión. Hemos de salir a una nueva vida, “nueva normalidad” la llaman. Para un cristiano será siempre la misma vida renovada por un espíritu nuevo. “La vida en Cristo” la llama San Pablo.
Con esta vida en Cristo habremos de vencer muchos ídolos en los que ha vivido nuestra instalada sociedad: la idolatría de los valores de nuestro mundo, al endiosamiento y engreimiento de las personas, el materialismo que nos impide ver más allá de nuestros intereses inmediatos, habremos de vencer el consumismo desenfrenado, y en definitiva la ausencia de Dios. En nuestra salida habremos de superar nuestro egoísmo y la indiferencia hacia los otros con la entrega y el servicio, con la solidaridad y el amor, que es nuevo mandamiento de Jesús. Como veis, tenemos un amplio programa para nuestra vida renovada.
Y ¿con qué fuerza podremos realizar tales tareas? ¿Cómo es la fuerza y el poder del Espíritu Santo que hoy viene a nosotros? Viene a nosotros el mismo Espíritu con que Dios Padre creó los cielos y la tierra, el mismo que dio la vida a Jesús en las entrañas de María, el poder con que el Padre resucitó a su Hijo de entre los muertos, el mismo que dio a los Apóstoles para construir la Iglesia. El Espíritu es el alma de la Iglesia que Jesús nos otorga en este Pentecostés.
Este mismo Espíritu nos envía a construir la Iglesia de Ciudad Rodrigo, a fortalecerla en su debilidad. Dejemos que penetre hoy en nosotros alentando nuestro cansancio espiritual, nuestra indiferencia, nuestro conformismo, para ser los profetas anunciadores de una renovada vida. Acojamos hoy el Espíritu como lo acogió María rodeada de los Apóstoles y el día de su Pentecostés particular, cuando fue anunciada su maternidad divina por el Ángel: “No temas, María… el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Pidamos también nosotros con María: ¡Envía, Señor, sobre nosotros tu Espíritu Santo!