Mi saludo afectuoso a todos los presentes: D. José, Obispo emérito, sacerdotes, religiosas y fieles laicos. Un saludo al Sr. Alcalde, a las autoridades civiles y militares, y a quienes habéis venido de otras diócesis. Muchas gracias y bienvenidos todos a la Eucaristía, en acción de gracias por mi ministerio pastoral en Ciudad Rodrigo: la Eucaristía es el medio supremo para dar gracias a Dios por el tiempo que hemos compartido juntos en esta diócesis Civitatense. El Papa Francisco me envió aquí un 16 de enero, hace ya tres años como Administrador Apostólico, y ahora ha nombrado un nuevo Obispo en la persona de Mons. José Luis Retana Gozalo. Oremos también por él en su nuevo ministerio entre nosotros.
Además, esta santa Misa se celebra justo una semana antes de la Navidad, en la fiesta de N. Sra. de la Esperanza. La Eucaristía es, por tanto, no sólo un acto de gratitud al Padre, sino también un canto a la esperanza que encarna María, llena del Espíritu Santo y portadora del Hijo de Dios para la humanidad.
Los textos que hemos proclamado, uno del profeta Jeremías y otro del evangelista Mateo, nos hablan de la esperanza en momentos azarosos, que ilumina también nuestro presente. La síntesis del mensaje podría resumirse de este modo: en medio de la tormenta, nos acompaña la presencia del Señor. En la oración colecta hemos pedido esto mismo: que los “oprimidos por la esclavitud del pecado” seamos liberados por el nacimiento de tu Hijo Unigénito.
Contemplemos la tormenta en el primero de los relatos, el de Jeremías. Se refiere a la situación en que se encontraba Israel en el siglo VII a.C. El sentimiento del profeta se mueve entre dos polos: uno, la destrucción de la ciudad ya anunciada por Dios, y dos, la posible restauración de Jerusalén, condicionada a la conversión del pueblo elegido.
Tras 18 meses de asedio a la capital, sucumbió Jerusalén el año 587 a.C. El templo y la ciudad fueron destruidos. El rey Sedecías fue conducido cautivo a Babilonia, su sucesor, asesinado, y Jeremías, fue raptado y conducido a Egipto. Todo el libro rezuma la angustia del profeta por la infidelidad del pueblo y sus dirigentes, responsables de las desgracias.
Sin embargo, en medio del sufrimiento, Jeremías alberga un hondo sentimiento de esperanza: mirad que llegan días en que daré a David un descendiente que reinará como rey prudente con justicia y derecho –hemos escuchado-. Cuando lleguen esos días, se salvará Judá e Israel habitará seguro. Este descendiente tendrá por nombre “el Señor nuestra justicia”: devolverá a su tierra a los desterrados, y éstos habitarán de nuevo en su patria.
Es, por tanto, en el descendiente de David en quien está puesta la esperanza de salvación. ¿Cuándo sucederá esto? Sabemos que el descendiente de David llegaría definitivamente, tras siglos de espera, en la persona de Jesús. En Él se cumplirían las promesas anunciadas en el Antiguo Testamento, tal como afirma el relato de san Mateo que acabamos de escuchar.
El evangelista narra otra tormenta que se cierne, en este caso, sobre José, esposo de María: la confusión y la indecisión se apoderan de él al comprobar que María espera un hijo antes de convivir. Por lo cual decide repudiarla en secreto. Pero también aquí nace la esperanza. En sueños, un ángel le habla: José, hijo de David, no temas acoger a María en tu casa; puesto que la criatura que trae no es obra de varón, sino del Espíritu Santo. Y el niño que lleva en su seno salvará al pueblo de sus pecados. Y a partir de este anuncio, José renuncia a abandonar a su esposa.
Como vemos, en ambos casos existe una misma llamada a la esperanza en momentos de dificultad. Jeremías la descubre en un descendiente de David. En José brota cuando conoce por revelación que el misterio de María está en Jesús, la persona que salvará a su pueblo. ¿Y quién será este salvador? ¡Será Emmanuel!, es decir, “Dios con nosotros”. Jesús será la Palabra definitiva de Dios a la humanidad. Nuestra esperanza en la actualidad, queridas hermanas y hermanos, como en el caso de Jeremías y José, está asimismo en el “Dios con nosotros”.
En efecto, Dios está con nosotros en todo momento: en las adversidades sociales y económicas, o en el futuro de nuestra Diócesis, que será pastoreada por un obispo bueno y fiel. El Espíritu también hoy nos repite: no temáis. El nuevo Obispo caminará a veces por delante, otras en medio -en la carretera, ha dicho él- y otras al final, cogiendo en hombros a la oveja descarriada. No temáis, porque Dios estará siempre con nosotros.
Conviene ahora recordar que el Papa Francisco, en los dos últimos años, ha nombrado ¡en doce ocasiones! a un mismo obispo (in persona episcopi) para dos y hasta para cuatro diócesis, en Italia y también en Canadá. Estemos convencidos de que siempre en nuestra Iglesia se cumplirá la profecía de Isaías a Jerusalén: “serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra “Devastada”; a ti te llamarán “Mi favorita”, y a tu tierra “Desposada”.
Además, en este día 18 de diciembre, cercana la Navidad, tenemos otra importante razón para esperar: Nuestra Señora de la Esperanza. María, en estado de buena esperanza, trae al mundo al Salvador, al Dios con nosotros. María, en medio de las adversidades humanas, soportadas junto a José, siempre mantiene la esperanza en el Hijo de Dios.
Queridos hermanos, os confieso que Jesús ha sido mi esperanza durante el tiempo de mi ministerio, cincuenta años como sacerdote y veintitrés como obispo. Y María me ha envuelto siempre en su ternura. El mismo Jesús y la misma Madre son para nosotros esperanza firme en el futuro.
En mi caso, todo el tiempo que el Señor me tenga reservado hasta que venga a buscarme definitivamente. A vosotros, jamás os abandonará. Tened la seguridad de que nunca estaréis sin pastor y siempre seréis Iglesia de Jesucristo. Nuestra esperanza no radica tanto en el pasado, cuanto en el “Dios con nosotros” que se ha hace presente de muchas maneras.
Por mi parte, quiero agradecer a Dios el don que me ha otorgado al poder compartir mi vida como pastor entre vosotros. Estoy muy agradecido por vuestra acogida, por vuestro afecto y colaboración, en particular a quienes habéis compartido conmigo estrechamente la labor (“nada fácil” decía el Papa en su reciente carta) del servicio pastoral a la Diócesis. ¡Muchas gracias! a todo le presbiterio diocesano. A la colaboración en muchos momentos de las autoridades municipales, provinciales y comunitarias. A toda la Diócesis, que habéis vivido con paz, y a veces con expectación, el largo tiempo de transición hasta la llegada del nuevo Obispo. Estoy agradecido también por el cariño que tantas veces me habéis dispensado en la calle, en los retiros, en las Eucaristías celebradas a diario en la catedral y en vuestras comunidades. A las religiosas por sus continuas oraciones y testimonio. Y también os pido sinceramente perdón por cuantos fallos haya podido cometer en el ejercicio de mi ministerio.
Queridas hermanas y hermanos, os invito a unirnos sinodalmente, es decir, todos juntos, a Cristo, nuestra Cabeza. Y a María, que con su faja envuelve al Niño Jesús –tal como nos muestra la imagen del retablo de S. Bartolomé- y nos envuelve a también a nosotros, curando nuestras heridas, uniéndonos estrechamente, como un pueblo de caminantes, hasta que logremos alcanzar la Jerusalén celeste. Así sea.